Capítulo 63

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Tras capturar Rosignano, Livorno y Pisa estábamos absolutamente extenuados. Cuando nos dijeron que nos trasladaban a un área de descanso y entrenamiento localizada tres millas al norte de Rosignano, todos estuvimos de acuerdo en que no podía llegar en mejor momento y que realmente nos lo merecíamos. Llegamos allí el 27 de julio y nos quedamos hasta el 20 de agosto. La primera semana la empleamos en recuperarnos de los estragos del combate. Nos pusieron películas, practicamos deportes e incluso organizamos un divertido concurso de talentos en el que Jesse participó con su extraña habilidad para silbar haciendo el pino. No ganó, pero nos echamos unas risas. Aunque sin duda alguna, lo que más disfrutaron todos fue las cálidas aguas del Mediterráneo. Todos menos yo. Mientras ellos nadaban, yo tomaba el sol en la arena.

—¡Luca! ¡Métete en el agua! —me ordenó Jesse.

—Paso.

—¡Ven! ¡Es divertido!

Tanto él como David y Turner insistieron mucho en que me bañase. Al final, me terminaron convenciendo con el argumento de que, ya que en algún momento tendría que volver a nadar, mejor que aprendiese en aquellas circunstancias, sin disparos de armas enemigas y con luz diurna. Me metí lentamente, huyendo de las algas que se enredaban en mis pies y de los peces. Cuando el agua me llegaba por los hombros, Jesse me empezó a enseñar a nadar. Mi torpeza despertó la risa de mis amigos, incluso la de David, que se esforzaba en ser comprensivo. Al final, me cansé de ser el hazmerreír de todos y me conformé con refrescarme. Luego, regresé a la arena. Mario también estaba allí sentado.

No sabíamos de dónde había salido el partisano. Era muy joven, pero sabía utilizar su arma y era mucho más valeroso que muchos soldados mayores que él. No comprendíamos por qué nos acompañaba a nosotros en lugar de estar con otros italianos. Obviamente no nos molestaba, incluso se procuraba su propia comida, pero era extraño. Gerard solía bromear diciendo que era un espía. A juzgar por la cantidad de fascistas muertos a sus espaldas, dudaba mucho que lo fuese. Mario era misterioso y muy silencioso. Lo que no tenía claro era si apenas hablaba porque él era así o porque ninguno de nosotros lo comprendía. Ni siquiera yo era capaz de mantener una conversación cómoda con él. Hablaba un dialecto sumamente difícil de entender, y a veces, juraría que me soltaba palabras en otro idioma. Yo tenía familia del norte de Italia y también de la zona de Nápoles. Además, gracias a la familia de Gio y a Giuseppe Volta, también comprendía bastante bien el dialecto siciliano. Sin embargo, nunca fui capaz de averiguar la procedencia de Mario. Cada vez que le preguntaba de dónde era, él me respondía que venía de Çifti y después se echaba a reír. Fui incapaz de encontrar su ciudad en ningún mapa. Al menos hasta que, veinte años más tarde, casualmente conocí a un filólogo italiano que me explicó que lo más probable era que Mario fuese arbëreshë o, por decirlo con palabras comprensibles para el resto de los mortales, italo-albanés. Lo que él llamaba Çifti era, en realidad, Civita, una pequeña ciudad de la región de Calabria. Lo cierto es que, tras tantos años de misterio, descubrir la verdad sobre Mario hizo que perdiese parte de ese encanto. No digo que fuese decepcionante, pero al final, resultó que Mario no era ni un espía ni un comunista ruso haciéndose pasar por italiano ni cualquier otra de nuestras locas teorías. Disfrutaba tomándome el pelo utilizando las palabras más extrañas que conocía, pero al final, solo era un chico de diecisiete años descendiente de albaneses divirtiéndose y haciendo la guerra un poco más amena.

Continuando con aquel descanso en la costa, también recibimos entrenamiento, aunque era la parte menos divertida. Nos prepararon para lo que nos esperaba en los Apeninos. Hicimos caminatas, entrenamos con todo tipo de armas, aprendimos distintos tipos de nudos, tácticas de montaña y tratamiento de suministros. Durante este tiempo llegaron los refuerzos, y entre ellos, un joven de veinticinco años llamado Eric. No duró mucho, pero tuve una interesante conversación con él un día mientras nos enseñaban cómo cuidar, ensillar y cargar mulas. Si hubiese sabido que una mula me salvaría la vida más adelante, quizás hubiese puesto más interés en aquellos animales tercos y malolientes.

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