Capítulo 11

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A veces, las personas llegan a tu vida de una forma que jamás imaginaste; gente con la que nunca pensaste que pudieses tener lo más mínimo en común, te hace descubrir facetas tuyas que desconocías. Brenda llegó a mi vida huyendo de la guerra.

Su padre, Alberto Cruz Agostini era un diputado español del Partido del Centro Republicano. Antes lo había sido por el Partido Republicano Radical, pero disgustado ante la tendencia hacia la derecha política del partido y la corrupción, cambió de formación. Al comenzar la guerra civil, envió a su mujer y a sus dos hijas a casa de su hermana, en Estados Unidos. Ellos eran hijos de una mujer italiana, y esa es la razón de que Brenda, Elena y Amaia terminasen refugiándose de la guerra en el edificio que estaba frente a mi casa mientras su padre luchaba en el bando republicano.

Gio y yo estábamos regresando a casa después de clase cuando vimos varias cajas apiladas frente a la floristería de Alda Cruz Agostini, tía de Brenda y Elena. Las estaban subiendo a la vivienda, en el piso de arriba. Fue entonces cuando la vi. Parecía un poco mayor que nosotros y puede que fuese algo más alta que yo en aquel momento. Aun con el mandilón y el pelo rizo alborotado era muy hermosa. Mentiría si no dijese que me fijé en su cintura y en su pecho. Ella era sin duda alguna la mujer más maravillosa del mundo, o al menos eso me pareció a mí.

Pero entonces apareció la pesada de mi hermana Tosca.

—Si vais a quedaros ahí mirando, podíais echar una mano —dijo mientras posaba una caja en el suelo.

—Hola —saludó tímidamente la chica que tenía a su lado.

Mi hermana nos miró con fastidio, pero finalmente decidió presentarnos:

—Elena, estos son Luca y Giovanni, mi hermano y su amigo. —Se giró hacia nosotros—. Luca y Giovanni, esta es Elena. Aquellas dos de allí son Brenda y Amaia, su hermana y su madre. Acaban de llegar a Estados Unidos desde España —resumió.

Elena tenía nuestra edad. Era muy tímida y se sonrojaba con facilidad. No le gustaba llamar la atención y caminaba medio encogida, como si tuviese miedo. Tenía el pelo y los ojos más claros que su hermana y en realidad, casi no se parecían en nada. No era fea, en absoluto, pero después de ver a Brenda, era imposible pensar en otra cosa. 

—¿Vais a ayudarnos o qué? —Resopló Tosca.

Gio y yo subimos un par de cajas, pero la mayor parte de las cosas ya las habían subido ellas. Al terminar, nos despedimos y cruzamos la calle para ir a nuestras casas.

—Te has quedado pasmado —se burló de mí Gio, sin que mi hermana lo escuchase.

—¿Cuándo?

—Al verla.

—Eso no es cierto —negué.

—Claro que lo es.

Terminamos de subir las escaleras y me despedí de mi amigo un poco de malhumor. Cuando entramos en casa Tosca y yo, encontramos a mi madre llorando sobre la mesa de la cocina, rodeada por mis abuelos.

—Mamma... —Tosca corrió a abrazarla—. ¿Qué ocurre?

Mi madre y Tosca estaban muy unidas. Tenían una relación muy especial y cierta complicidad, algo que siempre envidié en parte. Mi hermana no soportaba verla llorar, y yo, tampoco. 

—Nada, cariño. ¿No estabas en casa de Alda? —Intentó distraerla mientras se secaba las lágrimas.

—Ya terminamos.

Pero ni Tosca ni yo nos íbamos a conformar con aquella respuesta.

—Lo digo en serio, Mamma —insistió.

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