Capítulo 46

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Estaba tirado sobre la cama, con las persianas bajadas y la luz apagada. No dormía, únicamente quería estar solo un rato. Me empezaba a doler el brazo derecho de tener el cuerpo apoyado sobre él, y aun así, no me moví. Habían pasado varias semanas desde la «reubicación» de Misae y su familia, pero la culpa y la tristeza se negaban a separarse de mí. Me sentía tan mal, que solo salía de casa para ir a trabajar. Cuando volvía, me encerraba en mi habitación a pensar, como si fuese un niño pequeño castigado. Apenas era capaz de comer. La comida no quería bajarme por la garganta. Así que allí estaba, encerrado en mi habitación, solo y a oscuras, cuando Tosca llamó a la puerta tímidamente.

—¿Luca? —me llamó.

Me quedé en silencio, y aun así, abrió la puerta. La luz se coló en mi habitación, pero me quedé quieto, mirando la pared. Tosca avanzó lentamente y se sentó sobre mi cama. Apoyó su mano sobre mi cintura y luego recorrió mi costado suavemente. Sabía que estaba preocupada por mí.

—Luca, dime algo, por favor.

Me giré casi sin fuerzas y me obligué a mirarla a la cara. 

—Estoy destrozado.

Tosca me abrazó y empezó a llorar. 

—Lo sé, Luca. Lo sé.

Cuando digo que estaba destrozado es porque realmente lo estaba. No me quedaban fuerzas para seguir adelante. Estaba tan cansado de siempre estar triste y frustrado, tan cansado de que a mis seres queridos les pasasen cosas horribles, que ya no sentía nada. No podía llorar, porque me había quedado seco. En definitiva, estaba roto.

—Tosca, ve... —Iba a decir «vete», pero le había cogido miedo a esa palabra—. Déjame. Por favor.

—No, Luca, no voy a dejar que te sigas consumiendo. —Me acarició el pelo—. Vamos a dar un paseo, tienes que salir de aquí.

Me volví a tumbar en la misma posición en la que estaba.

—Luca, por favor. —Me sacudió—. Levántate. 

No le hice caso. Entonces se levantó, y pensé que me dejaría en paz, pero mi hermana podía llegar a ser más testaruda que yo, así que levantó la persiana haciendo todo el ruido que pudo y abrió mi cómoda con tanta fuerza que casi le saca el cajón. 

—¿Camisa blanca? Sí, esta está bien. —Me la tiró encima—. Póntela. ¿Qué zapatos quieres?

—Tosca... —gruñí.

—Están todos destrozados... ¿Dónde metes los pies? Bueno, estos valdrán.

—¡Tosca! —grité, ya cansado.

Entonces me tiró los zapatos encima. 

—Vamos a ir de paseo, a comprar unos cacahuetes y a respirar aire puro. No voy a aceptar un «no» por respuesta.

—Tosca —Me levanté y la cogí por las muñecas—, no. 

Tosca apoyó su cabeza contra mi pecho.

—Lo siento —susurró—. Tienes razón. No sé que estoy haciendo. 

La abracé. Ella también lo estaba pasando mal, a pesar de que nunca se quejaba. Tosca se esforzaba por sonreír y fingir que no ocurría nada solo por no desanimarme más, pero lo cierto es que estaba muy preocupada por mi abuelo, que cada vez bebía más; por mí, que no salía de mi habitación; y por Anthony, de quien no teníamos noticias desde hacía meses. Tomé entonces una decisión. Lo haría por ella.

—Tosca, saldré a dar una vuelta.

Se separó de mí y sonrió:

—¿De verdad? 

—Yo solo. 

Frunció el ceño.

—Luca...

—Voy a ir a casa de Anthony —expliqué—. Si hay alguien que pueda saber algo de él, son ellos. 

—Voy contigo.

—No, es mejor que no vengas. —La agarré por los hombros—. Ya sabes como son. 

Tosca me miró a los ojos y susurró «gracias» muy bajito antes de volver a abrazarme. Yo ya estaba destrozado, podía aguantar todo lo que los Williams me dijesen. O al menos eso creía.

Salí a la calle y caminé hasta su casa pensando en cómo les preguntaría por Anthony. Con esa familia nunca se sabría cómo podrían reaccionar. Era lógico pensar que si a Anthony le había ocurrido algo, se lo habrían comunicado a ellos, su familia. Era consciente de que si conseguía alguna información, probablemente fuesen malas noticias, pero nos merecíamos saber algo,o como mínimo, dónde estaba destinado. No sabíamos si estaba en Asia o en Europa. Por no saber, no sabíamos ni siquiera si estaba vivo. 

Cabilando, llegué hasta su jardín. Atravesé el camino de piedra que iba a hasta la puerta. Me daba miedo llamar. Me daba miedo lo que me pudiesen decir. Me daba miedo su padre. Estaba aterrado, y aun así, pulsé el timbre. Respiré hondo y esperé. Tras dos minutos volví a pulsarlo. Ya había perdido toda esperanza cuando la hermana de Anthony, Mary, abrió la puerta.

—Soy Luca Costa...

—Desaparecido en combate.

Dicho eso, volvió a cerrar la puerta de golpe. Yo estaba en shock. «Desaparecido en combate». No podía ser cierto. Volví a llamar al timbre. Una vez, dos, tres... Luego empecé a golpearla, y aun así, nadie me abrió. Tan solo tenía esas tres palabras: «desaparecido en combate», dichas con frialdad e indiferencia. Anthony había desaparecido. Poco a poco lo fui procesando y volviéndome consciente de lo que ocurría. Mi respiración se aceleró y entré en pánico. Mi amigo podía estar muerto. Quizás no lo volviese a ver. 

Salí de aquel jardín corriendo, no lo soportaba. Quería volver a casa, a mi habitación oscura, pero me di cuenta de una cosa: tendría que decirle a Tosca que Anthony había desaparecido, y no me veía con fuerzas para ello. Iba a estallar. Corría como un caballo desbocado. Me llevé la mano a la boca y miré a mi alrededor, sin saber qué hacer, perdido. Me tuve que sentar en el bordillo de un parque. Me empezaron a correr lágrimas por las mejillas sin poder evitarlo. Sentía que me ahogaba. No era capaz de respirar. Tenía un peso enorme en las costillas que sentía que me iba a matar. Empecé a temblar y a sentirme mareado.

—Muchacho, ¿te encuentras bien? —me preguntó un hombre mayor preocupado.

Se acercaron también una mujer y su hija. Ellos me hablaban, pero estaba tan nervioso e histérico que no era capaz de entender lo que me decían. Veía sus bocas moverse, pero solo era capaz de pensar en que me faltaba el aire. La mujer vio un policía y lo llamó:

—¡Creo que a este chico le ocurre algo! 

El policía se acercó y movió su mano delante de mi cara. Escuché varias palabras como «nombre», «desorientado» o «médico», pero no les estaba haciendo caso. El policía intentó tocarme y entonces me puse en pie de nuevo y empecé a andar. Me intentaron detener, pero al final se cansaron de seguirme. Quería regresar a mi rincón oscuro, esconderme y olvidarme del mundo. Necesitaba el único refugio que tenía en el mundo: la soledad. De camino de vuelta a mi casa pasé por delante de una iglesia. No era católica, pero aun así me detuve delante de su fachada:

—Tú y yo estamos en guerra.

Ese día dejé de creer en Dios o al menos, dejé de venerarlo. No me había servido de nada rezar. Parecía que Dios estaba jugando a hacerme desgraciado. Mi padre estaba muerto, mi abuela también y Misae y Anthony estaban desaparecidos. ¿Qué más quería que perdiera? Ninguno de ellos se merecía lo que les ocurrió. Anthony y Misae no eran católicos, pero eran buenas personas. No merecían un castigo. O puede que el castigo fuese para mí, pero no entendía que podía haber hecho para merecer tanta desgracia.

—Se acabó. 

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