Capítulo 22

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Contrariamente a lo que todos pensábamos, 1938 acabó mal. El fallecimiento de mi abuela nos tomó a todos por sorpresa. Nadie se esperaba que algo así fuese a ocurrir, pero es lo que tienen los accidentes.

La suya fue una muerte tonta, sin sentido y fácilmente evitable. Si se hubiese limpiado los pies en el felpudo para quitarse la nieve de los zapatos, si mi abuelo la hubiese acompañado a coger una chaqueta más gorda o si a la madre de Gio, que la vio caer, le hubiese dado tiempo a agarrarla, mi abuela seguiría con vida. Pero el destino es caprichoso, y quiso que mi abuela se partiese el cuello en la caída. Mi padre estaba enterrado en el Calvary Cemetery, en Queens, y ahí la enterramos a ella también. Era donde a mi abuela le hubiera gustado estar, junto a su hijo.

Había nevado, y todo el cementerio estaba cubierto por un grueso manto blanco. Destacaba la tierra removida sobre la tumba de mi abuela. Había costado cavar el agujero porque el suelo estaba helado. Era un lugar muy tranquilo y silencioso. Solo se escuchaban los pasos de la gente sobre la nieve y el sonido de algún que otro pájaro.

«Francesca Costa, 11 de febrero de 1873 - 23 de diciembre de 1938». Eso decía en su lápida, justo al lado de la de mi padre: «Fabrizio Costa, 28 de junio de 1896 - 12 de julio de 1929». Pero en la de mi padre, a mayores, había un pequeño epitafio que rezaba: «Giustizia per un uomo buono».

Alcé la vista hacia el cielo, con lágrimas en los ojos, pero sin llorar: a ella no le hubiera gustado. Marco abrazaba a mi madre. Habían dejado al bebé en casa, al cuidado de una amiga. Ella no pudo reprimir el llanto. Mi abuela había trabajado mucho por nuestra familia, sobre todo tras la muerte de mi padre. Ella y mi abuelo nos cuidaron cuando mi madre necesitaba más ayuda que nunca, y siempre la apoyaron en todo. Ellos ocuparon el lugar que debería haber correspondido a mi padre, y nunca se quejaron. Por eso, perder a mi abuela fue muy duro para todos: ella había sido un ángel.

Mi abuelo todavía estaba aceptando lo ocurrido. Parecía no terminar de creer que hubiese perdido a su amada Francesca. Días más tarde, fue cuando realmente fue consciente de que se había ido. Se culpaba de su muerte, decía que debería haberla acompañado a por la chaqueta, pero él no tenía la culpa del accidente. Nadie la tenía. A veces se despertaba diciendo su nombre, otras la llamaba sin darse cuenta de que ella ya no estaba. Todos intentábamos hacerle más llevadera su pérdida, pero Stefano se sentía muy solo. Algunos días salía a dar largos paseos y no regresaba hasta bien entrada la noche. Otros, no salía de la cama. Nos partía el corazón verlo así, apagado. Algo de él murió con mi abuela.

Varios amigos de la familia se acercaron a darnos el pésame, pero mi abuelo no escuchaba. Estaba como ausente.

—Si necesitáis cualquier cosa, lo que sea... —dijo la madre de Gio.

—Estamos enfrente. —Terminó la frase su marido.

 —Gracias. —Susurró mi madre, que casi no tenía voz.

Entonces noté el peso de la cabeza de Tosca sobre mi hombro y la rodeé con mi brazo. 

—Estás helada —dije al acariciar la piel de su brazo—. Ten mi chaqueta. —Me la empecé a quitar.

—No importa. —Me detuvo. 

Ella sí que había llorado, no había sido capaz de reprimirse. Incluso se le resbalaron dos lágrimas más sobre mi hombro.

—No me creo que ya no esté, Luca.

—Yo tampoco.

Matteo nos vio, pero no se acercó a hablarnos. Él y Brenda estaban cogidos de la mano, algo apartados de los demás. Me imaginaba que seguía enfadado conmigo, y eso que en su boda ya me había intentado disculpar. 

Entonces, de repente, mi abuelo cayó de rodillas sobre la nieve y empezó a llorar desconsolado. Parecía que por fin había salido de su estupefacción.

—¡Nonno! —gritó Tosca, que corrió a abrazarlo.

Intentó levantarlo, pero él no se dejó. Apoyó su mano estirada sobre la tierra, como si quisiera alcanzarla. Juntos emigraron a América, juntos tuvieron un hijo, juntos abrieron un pequeño negocio, juntos criaron a sus nietos y juntos superaron la muerte de Fabrizio. Lo habían hecho todo juntos. Mi abuelo ya no recordaba lo que era estar sin mi abuela, no sabía como iba a seguir adelante sin ella.

—Francesca...

***

Aquel fin de año estaba siendo el más triste de mi vida, y eso que los había vivido bien malos. Gracias a Dios, por lo menos había comida sobre la mesa, no como otros años, pero la tristeza se podía palpar. La cena transcurrió en riguroso silencio, únicamente interrumpido por el llanto del bebé. Nadie se veía con ánimos para romper el hielo.

Matteo estaba en casa de la familia de Brenda. Le había pedido disculpas de nuevo tras el funeral, y esta vez me había asegurado que estábamos en paz, que me perdonaba, pero aun así temía haber causado su ausencia esa noche. Jacob, por su parte, estaría cenando en compañía de Helen. El que me preocupaba era Andrew. Tenía la esperanza de que alguien se hubiese acordado de él y no lo dejase a la intemperie en una noche de fin de año tan fría como aquella. Su situación era completamente opuesta a la de Anthony, pero quizás él estuviese sufriendo tanto como Andrew. Estaba en su casa, rodeado de gente que únicamente lo quería por su herencia. Mientras en su casa cenaban pavo con salsa de arándanos y puré de patata, en la nuestra había lentejas con cotechino, tradición italiana.

—Ya es media noche —anunció Tosca.

Mi madre se esforzó en esbozar una sonrisa. Luego se acercó a Marco para darle un suave beso en los labios. Luego nos dio uno a Fabrizia, Tosca, Stefano y a mí. Fabrizia rio al despertarse con el beso de mi madre y eso alegró a mi abuelo un poco. Se agradecía un sonido tan inocente y hermoso como aquel.

—Feliz año nuevo a todos —nos dijo Mamma—. Voy a acostar a Fabrizia, vuelvo ahora.

 Marco sirvió cinco copas de vino, que era lo que teníamos en casa. Abracé a Tosca, que estaba sentada a mi lado, porque la veía un poco apagada, y me sonrió:

—Ay, mi hermanito pequeño. —Me dio un beso en la mejilla—. ¡Cómo me cuida!

Por fin se empezaba a alegrar un poco la cosa. Supuse que nadie quería empezar el año llorando o en silencio. Obviamente, el dolor seguía ahí, pero teníamos que mirar hacia el futuro.

Cuando mi madre volvió al salón, se fijó en que nosotros también teníamos copa.

—¡Marco! ¡Los niños no! —Rio.

—¿Niños? —respondió Marco con una sonrisa—. Yo los veo bastante grandecitos.

—Déjalos beber, mujer —dijo mi abuelo—. Es fin de año y son jóvenes. 

—Está bien. —Suspiró.

—¿Por qué brindamos? —pregunté.

—Por Francesca —dijo mi madre—, y no olvidar jamás la gran mujer que fue.

—Por vosotros, mis nietos —añadió mi abuelo.

—Por la salud y la prosperidad —dijo Marco.

—Por la familia. 

Una pena que se nos olvidase brindar por la paz, teniendo en cuenta que en 1939 empezó la Segunda Guerra Mundial, pero eso ya es otra historia. 

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