Capítulo 51

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Pesé los tarros en mis manos. Estaba furioso, frustrado, avergonzado, triste, dolido, roto, cansado... Nicole me había echado de su casa con dos frascos en la mano, no fuera a ser que su marido descubriese su engaño. Nunca había querido a nadie como ella, y tras confesarle mi amor, allí estaba, de vuelta a casa, con el corazón destrozado. Aquellos tarros... Lancé el primero contra la pared de un edificio y estalló en mil pedazos. Luego hice lo mismo con el segundo. Me sentí mínimamente reconfortado durante un par de segundos, pero luego volví a sentirme tan mal como estaba. 

—Oye, muchacho, ¿por qué no haces algo útil y te alistas en lugar de ensuciar la calle?

Miré hacia la izquierda, de donde provenía la voz. Había un pequeño puesto de esos que incitaban a los jóvenes como yo a alistarse voluntariamente en el ejército. Me sonaba la cara del hombre que estaba sentado detrás de él. Ese ojo tapado a lo pirata me había llamado la atención desde niño. Vivía en algún lugar de Little Italy, aunque no sabía donde. 

—No muerdo. —rio.

El puesto estaba rodeado de propaganda, en particular de aquella que animaba a hablar en inglés, la lengua que él usaba, en lugar de italiano. Observé todos ellos lentamente. La mayor parte de los carteles ya los conocía y me obsesionaban enormemente. Los veía cada día al ir y volver del trabajo y de casa de Nicole. De hecho, en mi edificio habían pegado dos. 

—Venga, acércate.

Finalmente, decidí hacerle caso y me aproximé lentamente.

—Bien, bien —me premió—. Eres un hombre de verdad.

Me sabía esos trucos. No recordaba cuantas veces habría oído apelar a la hombría, al coraje, al patriotismo y otros muchos valores que se consideraban deseables para convencer a los jóvenes para que se alistasen en una guerra de la que muchos nunca volverían. Y aun así, pese a saber lo que me esperaba, me acerqué y le permití hablar.

—¿Nos hemos visto antes? ¿Cómo te llamas?

—Luca Costa.

—¡Ah, el hijo de Fabrizio! ¿No?

—El mismo —respondí.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó mientras revisaba sus papeles.

—Veinte. En dos meses haré veintiuno. 

—¡Ah, veinte años! ¡Quién me diera regresar a ellos! Con toda la vida por delante...

No sé si recordarme que me quedaba toda la vida por delante era una buena táctica para tratar de convencerme, pero supuse que le pudo la nostalgia. Él siguió revisando sus papeles en busca de mi nombre.

—¿Tú no tenías un hermano mayor? 

—Está en el ejército —respondí, pues al fin y al cabo, no era mentira, a pesar de que estuviese luchando con los fascistas de Mussolini.

—Así me gusta, una familia comprometida con la causa.

Entonces su sonrisa desapareció de su rostro. Esperé en silencio a que me dijese lo que ocurría:

—No puedes alistarte. 

—¿Por qué? —pregunté extrañado.

—Te han asignado la categoría IV-C.

—¡¿Qué coño significa eso?!

—Que eres un extranjero o que se te considera y trata como tal —respondió tras reprocharme con la mirada mi vocabulario.

—¡¿Qué?! ¡Eso es un error! ¡Yo nací aquí!

—Lo siento, pero no eres aceptable. 

—¡Se trata de un error! —insistí—. ¡Soy estadounidense! 

Little ItalyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora