No podía dejar de pensar en aquel niño que nos había ayudado a Gio y a mí. Me preguntaba si conocería a mi padre y que si lo habría hecho por eso. Quería hablar con él, así que fui hasta el colegio al que iban todos los niños de buena familia con la esperanza de encontrarlo allí. Era mucho más grande que el mío, que básicamente era un aula propiedad del señor Palumbo, donde daba sus lecciones a niños de distintas edades, todas en italiano.
Al principio, creía que era una pérdida de tiempo y un malgasto de dinero innecesario que podría ser utilizado en otras cosas, pero lo que yo no sabía era que mi padre le había pedido al maestro, que era un gran amigo suyo, que si le ocurría algo cuidase de nosotros. Y no solo de nosotros, sino que Palumbo daba clase también a Gio de forma gratuita. Aquella fue la única relación con nuestro difunto padre que nuestra madre nos permitía tener.
Los niños empezaron a salir a la hora de comer. Ya había perdido la esperanza cuando finalmente distinguí su cara entre los últimos rezagados. Él se despidió de sus amigos y se acercó a una chica joven que parecía una sirvienta. Yo corrí hacia él.
—¡Espera! —le dije.
—¿Conoces a este niño? —preguntó la chica.
—No, déjalo —mintió el rico.
—¡Espera! ¡Soy yo! ¡El niño del carruaje!
En vez de esperarme apuraron el paso. Di una patada a una piedrita, frustrado. Entonces escuché una voz que me sonaba. Giré en la esquina de la calle y vi a Andrew pidiendo limosna, sujetándose a una muleta.
—¡Yo luché por este jodido país, desagradecidos de mierda! ¡Miradme! ¡¿Cómo podéis ignorar a un compatriota necesitado?!
—¿Andrew? —me acerqué.
—Hola chico. —Su rostro se ablandó—. ¿Qué haces aquí? Espero que no vengas a pedir. Este es mi territorio.
—No...
—¡Es una broma! —Se rio—. Tienes suerte —Se giró de nuevo hacia los transeúntes—, ¡esto está lleno de cutres!
—¡Imbécil! —le dijo un señor antes de escupirle a los pies.
—Ya ves, nos mandan a su guerra y luego nos abandonan a nuestra suerte.
—Quizás si no los insultases tendrías más suerte —sugerí.
—Créeme que no. ¿Me sujetas la gorra? Me fío de tí. —Me guiñó un ojo.
Yo le aguanté sus pocas monedillas mientras se acomodaba la muleta. Después se las devolví.
—Ven, chico. Te invito a un trago.
Lo miré extrañado.
—No muerdo. — Se rio.
Mi madre me regañaría por llegar tarde, pero aún así lo seguí con cautela. Andrew avanzaba lentamente, pues tenía miedo a resbalar en las calles heladas, pero sabía exactamente a dónde iba. Las calles se empezaron a hacer más estrechas y oscuras, y me pareció que ya habíamos pasado por algunas de ellas aquel día que Jacob nos había llevado por allí.
Llegamos a un pub que estaba muy escondido. Aquella fue la primera de muchas veces que lo pisaría. Su nombre era «Cúinne dearmadta», «Rincón olvidado», pero para todos era «Cúinne» o simplemente el pub de Frank. Su nombre iba totalmente a juego con el local: las personas que lo visitaban querían olvidar y ser olvidadas. Gente con sueños rotos, vidas deprimentes o con ganas de una buena comida caliente que les ayudase a sobrellevar el día. Era un sitio a donde iban a compartir un trago al que llamaban soledad, pero era mejor que beber solo.
—Frank, ponnos una cerveza a mí y a mi amigo —dijo al entrar.
—Andrew, solo es un niño. —Se rio el tal Frank.
—Yo no quiero nada —murmuré en voz baja por timidez.
—Dime que no te lo has traído a la fuerza. —Se rio.
—Claro que no. Me lo encontré por ahí y me dio pena.
—¿Pena él a tí? —Frank se rio todavía más—. Lo que hay que escuchar... ¿No crees que es un poco temprano para empezar a beber?
—Nunca es temprano para eso.
Andrew puso sus monedas sobre la barra.
—Esto no te llega ni para medio vaso. —Le devolvió el dinero—. Lo siento, Andrew, pero no soy una organización benéfica. De algo tengo que vivir yo también.
Andrew gruñó y guardó el dinero.
—Les invito yo, Frank.
Me giré. Pensaba que estábamos solos, pero allí había otro hombre más leyendo un periódico.
—Gracias, Randall —dijo Andrew.
Frank nos puso dos platos de guiso, un vaso de agua para mí y una cerveza para Andrew.
—¿Qué tal va la novela? —preguntó Andrew mientras devoraba con ansias la comida.
—La he dejado —contestó el hombre.
Andrew ni se había girado a mirarlo, lo había reconocido por la voz. Yo en cambio sí que me fijé en su aspecto. Era un señor de unos cuarenta años que llevaba puestas unas gafas negras para poder leer su periódico. No parecía tan pobre como Andrew y estaba sentado en una mesa junto a la ventana tomando un café.
—¿Otra vez? —Sonrió Andrew, todavía sin girarse.
—Sí, otra vez.
—Bueno, la siguiente será —dijo Frank recogiendo el plato de Andrew.
—¿La siguiente? Ha empezado siete y no ha terminado ninguna de ellas —rio Andrew—. ¿Tendremos que publicar tu obra incompleta tras tu muerte?
A mí todavía me quedaba medio plato y ya estaba lleno, así que se lo cedí a Andrew, que me observaba comer con desesperación.
—Pensé que esta sería la definitiva, que la terminaría y sería un éxito —se lamentó el hombre—. No sé qué pasó. De repente se me hizo aburrida, predecible.
—Te exiges demasiado —dijo Frank.
—No, es falta de inspiración. Las ideas se pudren con el paso del tiempo y pierden aquella esencia que las hace bellas y atractivas en un inicio.
Frank sonrió.
—¿Cómo te llamas, chico? —me preguntó el escritor mientras recogía su chaqueta para marcharse.
—Luca Costa —contesté.
—Bonito nombre, sí señor. Puede que mi siguiente historia transcurra en Italia. ¿Es bonito?
—Nunca he estado en Italia —respondí—. Yo nací aquí.
—Um... En tal caso escribiré sobre los inmigrantes en Estados Unidos. Que pasen una buena tarde, caballeros.
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Little Italy
Historical Fiction🏅NOVELA GANADORA DE LOS WATTYS 2020 EN LA CATEGORÍA DE FICCIÓN HISTÓRICA «Me crié en Little Italy, en un pequeño apartamento de la calle Mott». Luca era un niño de tan solo siete años cuando su padre fue asesinado por un mafioso en 1929. Además de...