Capítulo 35

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—Le tuve que vendar...

Mi hermana dejó de hablar y entonces miré al frente, en la misma dirección que ella. Anthony acababa de aparcar un coche negro frente a nuestro edificio y se dirigía hacia la puerta.

—¡Tony! —gritó ella, y corrió a abrazarlo.

Él sonrió, y en cuanto la tuvo entre sus brazos la besó en la cabeza. Se había arreglado e incluso se había engominado todo el pelo hacia atrás. Podía llegar a ser muy presumido cuando se lo proponía. 

—¿Qué me he perdido? —saludó Gio a mi espalda.

—¿No tendrías que estar trabajando?

—Ratas otra vez. —Resopló.

—Recuérdame que no pise nunca tu restaurante.

Al fin, se separaron, y Gio y yo pudimos acercarnos a saludar. Había llegado un día antes de San Gennaro y no lo esperábamos hasta el día siguiente por la mañana, pero fue una agradable sorpresa. 

—¿Es tuyo? —preguntó Gio, señalando el coche.

—Bueno, de mi padre. Pero está en Boston por trabajo y a mi madre le pareció bien. Venga, montad. Os llevaré a dar una vuelta.

—Anthony, no me parece una buena idea. ¿Y si...?

—¡Que no se enterará, ¿vale?! —me interrumpió, deseando mostrarnos su habilidad al volante—. Subid, vamos. —Nos animó con una sonrisa.

—¡Pero mira qué aspecto tengo! —dijo mi hermana, mirando su uniforme blanco de enfermera con dos manchas de sangre—. No puedo ir así.

Gio y yo no estábamos mucho mejor. Él llevaba en la mano su mandilón de cuadros enrollado. Yo todavía llevaba la ropa de la fábrica, sucia de grasa. Anthony nos había pillado volviendo del trabajo.

—Oh, vamos. Tú siempre estás perfecta —le dijo a Tosca.

—Déjame subir un momento a cambiarme y... 

—Argh... —protestó.

—¡Está bien! —cedió Tosca.

Él le abrió la puerta del copiloto para que se sentase, pero Gio y yo tuvimos que abrirnos las nuestras. Estaba claro quién era la favorita. Anthony se sentó, puso las manos sobre el volante y arrancó.

—¿Estás seguro de que sabes llevar esto? —pregunté.

—¡Claro, no te preocupes! —me respondió.

—No me gustaría morir estampado contra una pared.

—Confía en mí. 

Anthony solo tenía la experiencia de un verano conduciendo. Era normal que desconfiase. Iba agarrado al asiento de cuero como si mi vida dependiera de ello. De aquella, los coches no tenían cinturón de seguridad. 

—Eres italiano, deberían gustarte los coches —me dijo.

—Pues no mucho —contesté—. Y no somos italianos, te lo he dicho mil veces.

—Pues estadounidense. Con más motivo deberían gustarte los coches. Son la mayor muestra de modernidad.

—A mí me gustan —comentó Gio, sonriente.

—¿Ves? Un buen italoamericano. —Rio.

Condujo hacia las afueras de la ciudad. La verdad era que no se le daba nada mal, y poco a poco me fui relajando, aunque seguía preparado para un frenazo inesperado. Hacía un buen día y empezaba a tener calor dentro del vehículo, pero no me quejé. Sí que lo hice cuando Anthony pasó su brazo derecho alrededor de los hombros de mi hermana.

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