Capítulo 45

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Tras reflexionar sobre lo ocurrido y aceptarlo (y una bronca de Tosca), me di cuenta de que le debía una disculpa a Misae. No era tanto por el contenido de mis palabras como por la forma en que se lo dije. No la quería, y eso era cierto, pero no debería haberle gritado en medio de la calle. Por eso fui hasta su casa la mañana siguiente. Pensé en comprarle unas flores, pero luego decidí que sería afortunado si no me las tirase a la cara, así que fui con las manos vacías. 

Era temprano y muchas de las tiendas acababan de abrir. Caminé hasta su portal y me encontré con que la puerta estaba abierta, así que decidí pasar sin más. Mientras subía por las escaleras hasta el segundo piso donde ella vivía, me crucé con un vecino. Lo saludé, aunque él no me devolvió el saludo. Se quedó observándome y cuando creyó que no lo veía empezó a seguirme escaleras arriba silenciosamente.

Misae vivía en el segundo izquierda. Nunca había estado en su casa, pero me lo había dicho. Llamé a la puerta, y nadie respondió. Volví a llamar un poco más fuerte y entonces la puerta se movió un poco. Habían forzado la cerradura. Sin comprender lo que ocurría, agarré el pomo y tiré para abrirla, pero el vecino que me había estado vigilando me detuvo.

—¡No hacer eso! —me gritó—. ¡No poder!

Terminó de subir las escaleras y cerró la puerta de la casa de Misae de un golpe. Por su corta estatura y falta del dominio del idioma, deduje que se trataba del Sr. Chen, un vecino del que Misae me había hablado. Y no bien, precisamente. 

—Vengo a ver a Misae —expliqué.

—¡Ellos irse! ¡Tú irte también!

—Solo quiero...

Me empujó un poco hacia atrás y eso me cabreó.

—No me voy a ir sin hablar antes con ella. 

Volví a agarrar el pomo y tiré por la puerta. Su casa estaba echa un desastre. Era como si la hubiesen desvalijado. Los platos de la cena estaban tirados en el suelo, rotos en añicos, y a la mesa le habían roto la pata. Todos los cajones de los cómodas habían sido arrancados y tirados al suelo. La puerta de uno de los armarios colgaba de una única bisagra, rota. Pero aquella no era la escena de un robo. No se habían llevado nada de valor, en parte porque tampoco tenían mucho susceptible de ser robado. Ahí había ocurrido algo, aunque no sabía el qué, pero tenía muy mala pinta.

—¿Dónde están? —pregunté suavemente, afectado por la impresión.

—Irte.

—¡¿Dónde están?! —grité.

—¡Donde merecen!

Miré a aquel hombrecillo a los ojos. Le sacaba como mínimo una cabeza. Me incliné sobre él con el objetivo de intimidarle.

—Dime dónde están. —Marqué cada palabra.

—Se los llevaron.

—¡¿Quiénes?!

—Hombres —respondió, encogiéndose de hombros.

Me estaba cansando de aquel imbécil, y si me decía la verdad, Misae podría estar en peligro.

—¡Responde!

—Eran japoneses. —Escupió al suelo.

—¡Ya lo sé! ¡Dime quienes se los han llevado y a donde!

—Yo denunciar. Ellos no eran fiar. Japoneses.

Abrí los ojos y con mi mano derecha empujé su hombro contra la pared. Se escuchó un golpe y me enseñó los dientes, enfadado, pero quería mis respuestas.

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