Capítulo 30

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Mi madre se equivocó, y al contrario de lo que ella pensaba, aquella idea de enseñarme a disparar no se le pasó enseguida al señor Volta. Muchos días, al acabar mi jornada, me venía a buscar en su coche para enseñarme a disparar. Su favoritismo hacia mí despertaba la envidia de los demás, pero yo no tenía la culpa de caerle bien a Giuseppe Volta. Ni siquiera entendía por qué le gustaba mi compañía. Mi madre, que muchas veces nos veía en el jardín practicando mientras ella limpiaba la casa, decía que era porque le recordaba a su hijo, que había muerto de leucemia con dieciocho años, los mismos que tenía yo. Los Volta no tenían ningún otro hijo, y su muerte dejó un hueco que ni todas las riquezas del mundo podrían llenar. 

Pronto pasamos de las dianas a las latas, y de las escopetas a otras armas. Se me daba bastante bien, pese a que no me gustase admitirlo. Era especialmente bueno con el rifle, lo que no hacía más que preocuparme. Al principio, me sentía fatal cada vez que acertaba en la diana, pero esa inquietud fue pasando con el tiempo. Incluso llegué a sentir cierto orgullo.

El señor Volta también me enseñó a cazar y a despellejar animales. En nuestras excursiones solía contarme historias y batallitas de su juventud mientras su galgo Nerone y su setter Livia buscaban alguna presa interesante. Llegué a sentirme cómodo con el señor Volta, y hasta empecé a considerarlo un amigo. Sus clases me salvaron la vida más adelante.

Pero este nuevo hobby tenía un gran inconveniente: me quitaba tiempo de descanso y a veces faltaba a mi trabajo en el Cúinne. Me sentía fatal cada vez que dejaba colgado a Frank, pero estaba demasiado agotado para trabajar. Pasaba ocho horas en la fábrica, y luego me esperaban otras tres (cuando menos) en el bar. Estaba reventado. Fue por eso que decidí que había llegado la hora de despedirme de mi empleo en el Cúinne y decirle a Frank que, aunque le agradecía que me hubiese ayudado cuando más lo necesitaba, no podía seguir siendo su camarero.

El día de mi renuncia, cuando llegué a casa después de trabajar, me encontré con Anthony y Tosca dormidos en el sofá, echando la siesta. Estaban tan apretados que Tosca casi tenía medio cuerpo suspendido en el aire. Él la abrazaba y con los labios le rozaba el cuello. Sus dedos se deslizaban tímidamente bajo la blusa de mi hermana. No me gustó nada verlos así, tan cerca el uno del otro.

—Buenos días —gruñí—. ¿O debería decir «buenas tardes»?

Anthony apretó los ojos, molesto por el ruido. Tosca, en cambio, los abrió como si llevase todo ese tiempo despierta. Se levantó y le tocó la frente a Anthony para comprobar si tenía fiebre. Él se estaba recuperando de la varicela, y aunque aún tenía costras, ya estaba bastante mejor. No la había pasado de niño y se había contagiado de mayor. 

—Vístete —le ordené a Anthony al ver que llevaba el torso descubierto y que estaba descalzo, lo que por cierto, no hizo más que aumentar mi enfado.

—¿Por?

—Quiero que me acompañes a presentarle mi renuncia a Frank.

En realidad, lo único que quería era que corriese el aire entre ellos dos. No entendía por qué me cabreaba tanto, pero no me hacía ninguna gracia su relación, fuese cual fuese. Estaba siendo muy egoísta, tanto que llegué a arrepentirme de haber traído a Anthony a casa, pero no era consciente de ello. En aquel momento solo pensaba en lo mucho que me irritaban y en lo cansado que estaba.

—No me encuentro bien, Luca.

—Tiene que descansar, todavía sigue débil —dijo Tosca.

—Siempre fue débil. —Se me escapó.

A Anthony le dolió mi comentario, lo vi en su cara, y sin embargo no me dijo nada. Se levantó, fue a la habitación, y cuando volvió, ya estaba vestido, aunque no se molestó en peinarse.

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