—Dame tu mano, Mexique.
El tricolor lo hizo en automático porque no creyó lograr eso, ni siquiera supo cómo pasó, pero pudo escabullirse hasta Canadá para bailar con ella.
—Así —sonrió cuando la mano ajena sujetó su cintura y sus manos libres se unieron—. ¿Quieres que te guíe?
—Hum... —sinceramente sí, pero no quería quedar como pendejo ante la alfa de su vida—. No, yo lo hago.
—Entonces —sus ojos brillaban entonados por leve maquillaje y su clavícula estaba descubierta—... quedo a tu cuidado.
Ella llevaba un vestido largo de color blanco, que le entonaba cada curva y bella característica, apenas tenía un par de tirantes que sujetaban esa tela de seda a los hombros expuestos, demostrando las decenas de pequitas que formaban un cielo estrellado sobre la piel de rojo y blanco.
México no quería ver más debajo de esos hombros o apreciaría esos pechos redonditos que apenas se notaban porque Canadá usualmente usaba ropa suelta, pero justo ahora estaban en la fiesta de gala y suponía que USA no la dejó elegir su atuendo. Estaba seguro de que muchos agradecían eso, porque era de las pocas veces que podían ver lo atractiva y elegante que podía ser la chica de la hojita de arce.
—Mexique —susurró divertida al verlo estático—, debes moverte.
—Sí. ¡Sí!
Era mucho más hermosa si la veía de cerca y estuvo a punto de decirlo, de no ser porque intentaba coordinar sus pies y sus nervios mientras giraba poco a poco en ritmo de la canción.
—Me voy a morir —susurró.
—Mexique —Canadá enrojeció—, estás soltando feromonas.
—Verga —se detuvo y la soltó—, yo no quise...
—Hueles a flores —le acarició la mejilla—. No te asustes —sonrió—. Ven... Te llevaré con OMS para que te dé un supresor.
México suspiró, en otra situación le diría que no hacía falta, pero era una oportunidad para tomar la mano de aquella alfa que le transmitía calma y dulzura.