Despertó primero, y tal vez no fue lo mejor, porque en medio de su leve resaca, sus demonios internos volvieron. Se quedó sin movimientos, casi sin respirar, cuando sus ojos detectaron a la persona que dormía sobre su pecho. Poco faltó para que se diera cuenta de que no estaba en su casa, además, que obviamente los cuadros familiares eran de México.
Quería huir.
Pero no podía.
Se sentía tan cómoda así, rodeada por esos brazos, endulzada por ese aroma.
Acarició los cabellos del tricolor, sonriendo nerviosa por estar ahí, pero feliz ante sus recuerdos nublados por el alcohol. Había sido una noche estupenda y terminó mejor.
Pero aún estaba insegura.
México estaba sobre ella, completamente seguro y cómodo, pero no sería así siempre. Tenía miedo de alguna vez hacerle daño.
—Wey... No te muevas... Así no puedo fingir que sigo dormido.
—Mexique —se tensó—, ¿estabas despierto?
—Desde hace ratito —suspiró antes de elevar su mirada—. Buenos días, güerita.
Un silencio raro se formó entre los dos, aun así, no dejaron de mirarse, México sonriendo, y Canadá intentando elegir un camino a seguir.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor si no te me escapas —el tricolor suspiró antes de acomodarse de nuevo junto a la bicolor—. No te vayas.
—Está bien —sus manos le temblaban.
—Ya no me rechaces que eso duele —susurró, porque iba a dar el primer paso, como debía ser.
—Pero...
—Me gustas un chingo —susurró—. Y no empezamos bien, pero podemos seguir de forma correcta.
—Tú también me gustas mucho —susurró como un secreto.
México quiso levantarse y lanzarse sobre Canadá para llenarla de besos y mimos, porque estaba sumamente feliz por escuchar eso, porque no podía con tanta emoción. Pero no. Se quedó quieto, intentando no asustarla, arreglando todo de una buena vez.
—Entonces ¿por qué no andamos y ya?
—Porque soy peligrosa.
—Peligrosa tu carita que me enamora.
Canadá rio bajito antes de sentarse en ese sofá y acomodarse el cabello.
Estaba feliz y preocupada, porque al fin dijo en voz alta lo que sentía, y porque aun sus recuerdos de aquel ataque... le estrujaban el corazón.
—Canadá... No tengas miedo de esto —le tomó de la mano.
—¿Quieres salir conmigo? —se atrevió a mirarlo—. ¿De verdad?
—Sí.
—Pero...
—Yo sé que no me vas a volver a atacar —sonrió—, porque eres más fuerte que tu instinto, y ya lo comprobaste.
—¿Qué?
—Cualquiera se hubiese aprovechado de un pobre omega ebrio como yo —rio bajito ante la mirada dudosa de Canadá—, pero tú, mi güerita, cuidaste de este hombre mareado hasta que se quedó dormido en tus brazos. Y mira —se señaló—, estoy sanito... demasiado.
Canadá soltó una risita nerviosa, porque México tenía razón. Y si bien, aún tenía miedo, mayor era su deseo por darse una oportunidad.
—¿Puedo darte un beso ahora? —enrojeció.
—Los que quieras.
Fue entonces que Canadá se acercó para unir sus labios con los del tricolor, de forma lenta y avergonzada, pero sonriendo por la emoción.
—Ay... Hueles a miel y a flores... o bosque —suspiró México, aprovechando su oportunidad por abrazarse a Canadá y esconderse en ese cuello.
—Y tú a pastel, fresitas... Y picante —rio divertida—. Me gusta eso... Siempre me gustó.
—Ya mejor cógeme.
—¡Mexique!
—Es que si no aprovecho ahora... Te me vas a ir.
—No lo haré.
—¿Me lo juras?
—Sí —sonrió—. Creo que ya no debo hacerlo.
—Siii, ajúa —canturreó en medio de grititos emocionados—. Al fin.
México no pudo más. Se lanzó sobre su alfa, para besarla, mimarla y sentirla cerca.
Estaba tan feliz, que se olvidó hasta de la resaca.
Y Canadá estaba peor.
Porque se sentía en las nubes.
Ahí inició todo.