—Mexique, ¿podrías hacer algo por mí?
—Seguro, maplecito, ¿qué necesitas?
—Tu pene.
—¿Qué?
—Ah... ¡Quise decir tu peine! —entró en pánico—. ¡Lo siento! Yo no...
—Puedo ofrecer ambos —sonrió de lado.
Canadá enrojeció.
—¡Lo buscaré por mi cuenta! —y se fue.
México solo rio. La mente de Canadá era un misterio a veces. Y se iba a aprovechar.