El regreso del Samaritano: el valor de la fe

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"¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado".

Lucas 17. 17-19 RVR (1960).

En los tiempos bíblicos, la lepra era vista como una enfermedad incurable y altamente contagiosa. Aquellos que la contraían debían permanecer aislados hasta que se limpiaran o sanaran, con el objetivo de evitar su propagación entre el pueblo de Israel.

Según los sabios de Israel, la lepra no solo afectaba el cuerpo, sino que tenía un origen espiritual, entendida como un castigo divino por transgresiones específicas. Era el Cohen (sacerdote) quien debía diagnosticarla, ya que se consideraba una manifestación de juicio divino, comúnmente vinculada al pecado de "Lashón Hará" (hablar mal de los demás). Un ejemplo claro es el caso de Miriam, quien al criticar a su hermano Moisés fue reprendida por Dios, castigándola con la lepra.

El paralelismo entre la lepra y el pecado es notable: ambos comienzan de forma imperceptible, sin causar dolor al principio, pero van creciendo lentamente, adormeciendo los sentidos y deformando la esencia espiritual del individuo. Al igual que la lepra desfigura el cuerpo, el pecado desfigura el alma, llevando a una repulsión moral y espiritual. En este sentido, la lepra no solo representaba una enfermedad física, sino también simbolizaba los efectos destructivos del pecado en los hombres y lo abominable que este es ante los ojos de Dios.

En aquellos tiempos, los leprosos eran tratados con tal discriminación y rigor que se les consideraba prácticamente muertos vivientes. Bajo esta etiqueta vivían los diez leprosos del relato bíblico, entre ellos un samaritano. Cuando el Señor Jesús los vio, les dijo: "Id, mostraos a los sacerdotes". Sin embargo, antes de llegar a ellos, ya habían sido sanados, pues antes de ser aprobados por los hombres, habían sido amados y restaurados por Jesús.

Para los leprosos, la confirmación de su sanación dependía de los sacerdotes, quienes seguían un proceso detallado en el libro de Levítico 14. Este procedimiento era sumamente extenso, demandante y tedioso, en claro contraste con los diagnósticos médicos actuales, cuyos resultados a menudo se obtienen en cuestión de minutos o pocas horas. En aquella época, una persona leprosa debía esperar semanas, y sin importar su percepción o estado físico, solo la interpretación de los sacerdotes podía garantizar su "alta médica".

Imaginemos por un momento todo lo que los leprosos debieron abandonar y sufrir a lo largo de sus vidas. Aunque la Biblia no especifica cuánto tiempo llevaban apartados de todo lo que amaban, podemos suponer que fue suficiente para afectar profundamente su dignidad, amor propio, autoestima y esperanza. En su condición, eran vistos únicamente como una desgracia para la nación. Así, acudir a los sacerdotes representaba su única oportunidad de ser reconocidos públicamente como puros y de recuperar la vida que una vez tuvieron.

Su marcha representaba el fiel reflejo de sus anhelos de honor, profundamente entrelazados con su fe. Sin embargo, en algunos, el deseo de honor superaba a su fe, lo cual culminó en el agradecimiento del único que volvió: el samaritano. Aunque todos comenzaron el trayecto de la misma manera, su regreso, y mucho más su final, fueron completamente distintos. Entre los leprosos caminaba un samaritano, miembro de un pueblo que rechazaba las tradiciones judías, lo que generaba una diferencia irreconciliable entre ellos, al punto de que los judíos consideraban a los samaritanos como lo peor de la humanidad. Sin embargo, la experiencia fue diferente para él. Al liberarse de las tradiciones que cegaron a los otros nueve, el samaritano pudo experimentar la verdadera salvación. Al verse sano, bastó con eso para regresar glorificando a Dios. El premio de su fe no fue solo la sanación de su cuerpo, sino el gozo y la redención de su alma al conocer y regocijarse en aquel que lo salvó.

Debo admitir que, en ocasiones, mi desinformación me ha permitido descubrir cosas sorprendentes. Considero que no hay mejor opinión que la experiencia propia. Es cierto que las referencias pueden ser útiles, pero también pueden moldear ideas negativas sobre un asunto o lugar, debido a la subjetividad de quien las comparte, privándonos de forjar nuestras propias vivencias y conclusiones. Tal como el leproso samaritano, quien descubrió quién era Jesús a través de su experiencia personal, sin tropezar con las tradiciones que él mismo rechazaba. Diferente fue el caso de los otros nueve leprosos, quienes no pudieron reconocer a quien los sanó, porque para ellos era más importante el honor y el cumplimiento de la ley, junto con el testimonio ante los sacerdotes.

Por esta razón, Jesucristo nos pregunta: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Mateo 16:15, RVR (1995). Nuestras acciones están ligadas a lo que creemos. Como dijo Charles H. Spurgeon: "Lo que sea que pienses de ti mismo, si Cristo es grande para ti, estarás con él pronto". Esto nos enseña que la posición que ocupa Cristo en nuestro corazón determina la condición de nuestra alma. Si bien la misericordia del Señor permitió la limpieza de los leprosos, fue la importancia que Cristo tenía en el corazón del samaritano lo que le otorgó su verdadera recompensa: la redención. Pues él creía que Cristo era su salvador, y lo que decimos debe estar alineado con lo que realmente creemos y vivimos.

¿Qué podríamos ofrecer a Dios a cambio de nuestra alma? Ninguna riqueza en este mundo puede compararse con su valor. Tal vez hoy no comprendamos plenamente su verdadera importancia, pero llegará el momento en que reconoceremos su precio real. Mientras que la prosperidad y la abundancia material dependen de una simple palabra divina, el perdón de nuestros pecados requirió el sacrificio del unigénito Hijo de Dios. Es por lo que el alma es invaluable, pues su redención demandó un sacrificio incalculable.

Nada de lo que los leprosos conocían los sanó, excepto la fe en aquel que los impulsó a caminar, donde el verdadero milagro se reveló en el único que regresó. La fe los guio hacia el templo, y con cada paso, las vendas que cubrían sus heridas se desprendían. Las ropas sucias fueron limpiadas, y el estigma que alguna vez aprisionó sus almas se desvanecía junto con la desesperanza y la humillación. Aunque todos fueron sanados, solo el que regresó recibió algo más profundo: la salvación. Esto nos enseña que, en la necesidad, se prueba nuestra fe, y en el milagro, se revela lo que hay en nuestro corazón. Retornar a Jesús no es solo dar gracias, sino vivir recordando lo que el Señor ha hecho en nuestras vidas.

Gloria Jesús. 

Un café con Dios 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora