Migajas bajo la mesa: la fe de la mujer cananea

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"Ella dijo: Si, Señor; pero aun los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces, respondiendo Jesús, dijo: ¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora".

Mateo 15.27-28 RVR (1995).

Se dice que no hay amor más ferviente que el de una madre por sus hijos. Independientemente de su condición, una madre es capaz de dejarlo todo, olvidar sus limitaciones y enfrentar las mayores amenazas para proteger a sus pequeños del peligro. La madre de este relato no es la excepción. Al ver a su hija enferma, la mujer cananea se olvida de prejuicios, obstáculos y preferencias, enfocándose únicamente en la búsqueda del milagro de sanación.

Su clamor ferviente reflejaba su pasión y convicción: "¡Señor, hijo de David!" Este término era utilizado por quienes, llenos de fe, buscaban misericordia y sanidad. Al llamar a Jesús "Señor", reconocían su divinidad; al llamarlo "hijo de David", afirmaban que era el Mesías, descendiente del rey David, como se profetizó en 2 Samuel 7:16. Los fariseos también comprendían el significado de este título, pues sabían que el Mesías provenía del trono de David. Sin embargo, no lo reconocían en la figura de Jesús, ya que esperaban a un líder político que liberara a Israel de los romanos.

La gente más humilde también conocía la promesa y la proclamaba abiertamente, porque para ellos, la profecía ya se había cumplido en Jesucristo. Esto nos enseña que nuestras creencias en Dios deben estar alineadas con lo que confesamos, y viceversa. Sin embargo, surge la pregunta: ¿por qué Jesús no atiende a la mujer cananea cuando ella pronuncia su nombre? ¿Acaso su procedencia la excluía de la misericordia de Dios?

La aparente indiferencia momentánea de Jesús hacia la mujer cananea tenía un propósito: demostrar la misericordia divina y poner a prueba la fe de la mujer. Así como un padre se oculta para que sus hijos lo busquen y demuestren su amor, Jesús aparentó ignorar a la mujer, permitiendo que su clamor se fortaleciera. Cuando alguien se esfuerza por alcanzar lo que desea sin rendirse, revela su verdadero interés por lograrlo. A veces, Dios silencia su voz para motivarnos a buscarlo con mayor empeño. Su supuesta ausencia no es más que un acto de bondad; nos impulsa a esforzarnos más para encontrarlo, lo que puede llevarnos a un nuevo nivel espiritual que de otro modo no hubiéramos alcanzado. La frecuencia de su voz puede, en ocasiones, disminuir el valor de lo extraordinario. Algunos autores se refieren a esto como "el invierno del corazón", señalando que en las relaciones hay momentos de cercanía y otros de distanciamiento. Esto también se aplica a nuestra relación con Dios, que puede ser similar a un péndulo que oscila de un lado a otro. No significa que algo esté mal; es una parte normal de nuestra amistad con él. Todos atravesamos por estas etapas, que, aunque dolorosas, son absolutamente necesarias para el desarrollo de nuestra fe. La pregunta es: ¿seguiremos amando a Dios, confiando y obedeciendo a pesar de no experimentar su presencia?

El Señor Jesús deseaba evaluar la calidad de la fe de la mujer cananea a través de su declaración. El título que ella usó podría haber surgido de una revelación espiritual profunda, o tal vez de un estudio personal de las Escrituras que formó su comprensión de la proclamación. Esto se asemeja a lo que ocurrió con Pedro, quien, sin que nadie se lo dijera, recibió una revelación divina y, en virtud de su conexión espiritual, proclamó: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente". Por otro lado, lo que la cananea decía podría ser solo una imitación de lo que la multitud proclamaba, un eco de los necesitados o la conclusión errónea de los exorcistas ambulantes (Hechos 19:13-20), quienes creían que las palabras eran lo que provocaba el milagro, no la gracia de Dios. Sin embargo, fue solo la súplica de los discípulos la que llevó a Jesús a detenerse ¿Acaso él también esperaba despertar algo en ellos?

Los discípulos, aunque sentían compasión, le pidieron a Jesús que despidiera a la mujer, como si intentaran consolarla con un "gracias por venir". Jesús respondió: "No soy enviado sino a las ovejas perdidas de Israel". Pero la cananea, sacando valor de lo más profundo de su ser, exclamó: "¡Señor, socórreme!" A pesar de su clamor, Jesús la menospreció nuevamente, afirmando: "No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros". No obstante, ella defendió su fe con una respuesta breve y sabia, mostrando que tenía el derecho de llamarlo "Señor", no por mera imitación, sino porque en su corazón lo entendía y creía profundamente. Esto nos enseña que a veces el Señor nos presenta obstáculos para ayudarnos a crecer. En esos momentos, él nos empuja a sacar lo mejor de nosotros, donde un simple "lo necesito" no es suficiente; debemos tener una comprensión verdadera de lo que buscamos. Por esta razón, el Señor no atendía el clamor de la mujer cananea; su objetivo iba más allá de la sanación, con una finalidad que solo él conocía, revelada en las Escrituras siglos después: despertar la fe y el potencial de aquella mujer. 

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