El faraón de Egipto considera que el Dios de Israel es solo una fuerza de la naturaleza, similar a las muchas otras que existen en su país. Moisés, quien vivió en Egipto y recibió una educación de gran sabiduría sobre aquel lugar, entendía bien esta perspectiva, como se menciona en Hechos 7:22 RVR (1995).
Los egipcios veneraban alrededor de dos mil dioses, porque creían que cada uno se encargaba de una labor distinta en uno o más aspectos de la vida y del medio ambiente. Para ellos, un dios representaba una fuerza de la naturaleza, como Anubis, dios de la muerte y resurrección; Osiris, dios de la fertilidad; Ra, dios del sol; y Shu, dios del aire. Con esta mentalidad, el faraón responde a Moisés:
"¿Quién es el Señor para que yo escuche su voz y deje ir a Israel?" Éxodo 5:2, (NBLA).
El faraón no reconocía la existencia de Dios porque no podía comprender que el Dios de quien habla Moisés se comunica con los hombres, se preocupa y se relaciona íntimamente con ellos, y, además, es a quien se debe servir. En la mente del faraón, no existía tal concepto como servir a un dios. Los dioses paganos de Egipto poseían forma humana porque eran fabricados por los mismos egipcios. Estos dioses nacían, morían y tenían deseos. No ofrecían nada a los hombres y no les importaba la humanidad en absoluto. No hacían nada desinteresadamente y, para conseguir algo de ellos, se les ofrecían tributos. A estos dioses no se les servía por amor, sino exclusivamente por conveniencia propia.
Estos dioses eran un fiel reflejo de las pasiones desenfrenadas y reprimidas de los hombres que los "crearon". Generalmente, los dioses eran fabricados por individuos con cargos importantes, ya que al servirlos podían satisfacer sus más bajas pasiones sin remordimiento o culpa, justificando sus acciones inmorales como la voluntad de los dioses. Por ende, lo que Moisés le decía al faraón resultaba tan extraño e inconcebible que, a su juicio, Moisés y Aarón eran solo unos mentirosos y ociosos. Para los egipcios, los dioses servían a los hombres, no al revés. En Egipto, solo se servía a un dios mediante sacrificios cuando los hombres tenían alguna necesidad, ya que estos dioses eran, en realidad, una proyección de los deseos humanos; los egipcios solo los usaban como una forma de conseguir lo que esperaban.
Moisés presenta a Dios como el legislador universal y soberano, quien también es nuestro Padre, con quien tenemos una relación íntima y a quien servimos con obediencia, amor y confianza. Esta idea es imposible para el monarca, ya que un dios pagano no exige nada sobre la conducta personal, pues no le importa lo que el hombre haga con su vida. No demandaban obediencia, sino más bien sacrificios para ellos mismos.
Es importante comprender que Dios no necesita nada de nosotros; en realidad, cuando servimos al Señor, los que verdaderamente se benefician somos nosotros mismos. Sin embargo, el faraón no logra concebir esto, pues no entiende que cada acción tiene una recompensa y un castigo, debido al endurecimiento de su corazón. A los ojos del faraón, todo el pueblo es "vago", personas que carecen de oficio y que no tienen predisposición para realizar las actividades que él demanda. Los considera ociosos porque no están enfocados en una actividad productiva.
En este contexto, la propuesta de Moisés resulta ser un gran dilema para el faraón debido a dos factores:
1. Pérdida de mano de obra: Moisés y Aarón proponen llevarse a los mejores trabajadores del faraón, quienes realizaban labores sin recibir pago alguno. Para el faraón, esto representaría una gran pérdida que afectaría la economía y la producción del país.
2. Destrucción de creencias: El Dios de Israel desafía y destruye todo en lo que los egipcios creían, evidenciando la impotencia de los dioses y la falsa fe del pueblo en sus deidades. Esto no solo amenaza la estructura religiosa de Egipto, sino también el poder y la autoridad del faraón, quien es visto como una encarnación divina.
La propuesta de Moisés no solo desafía el sistema económico y laboral del faraón, sino que también confronta directamente sus creencias religiosas y su autoridad como líder divino.
Para Egipto, cada dios es una fuerza distinta que controla la naturaleza. Así, el Dios de Israel es percibido como un dios más entre muchos. Cuando Moisés dice "el Señor Dios", el faraón interpreta que es solo un nombre dado a una fuerza particular para distinguirla de las demás.
Más adelante, en la plaga de las langostas, el faraón reconoce que ha pecado contra el Señor y menciona el nombre propio de Dios. Sin embargo, no comprende su verdadero significado; sigue teniendo una idea equivocada. Cree en la existencia y el poder del Dios de Israel, pero solo para usarlo a su conveniencia.
Con las plagas, se esperaba que el faraón comprendiera que no existen muchos dioses y que el Señor Dios no es solo uno más entre tantos, sino el Único. Ya que cada una de ellas, dejan en evidencia la impotencia de los dioses egipcios. Después de cada plaga, el faraón cede a la petición del Señor, pero siempre a su manera, condicionando. Permite que los israelitas sirvan a Dios, pero bajo los términos de Egipto. (Éxodo 10:24-26 NBLA). En este punto de la historia, el faraón aún no comprende la verdadera naturaleza y soberanía del Señor.
El faraón llega a reconocer la existencia de Dios, pero su comprensión es utilitaria y no basada en el agradecimiento. Su entendimiento máximo es que Dios es una fuerza universal que puede manipular para su beneficio personal y el de su pueblo.
En la idolatría, el ídolo no es lo principal; la idolatría consiste en que el ser humano es el centro, y el dios de turno está a su servicio. El faraón tenía un pensamiento antropocéntrico, es decir, creía que el hombre es el centro del universo. El concepto que el faraón logra comprender sobre Dios es limitado: reconoce que existe una fuerza universal que puede utilizar para su beneficio personal y el de su pueblo. Sin embargo, no lo entiende como alguien digno de alabanza, sino como un medio para obtener beneficios.
El faraón llega a tener momentos de arrepentimiento, pero son superficiales. Se ve a sí mismo en deuda con Dios debido al mal que ha causado a Israel, pero no es un verdadero arrepentimiento, sino más bien un instante de claridad que se desvanece una vez que cesa la aflicción. Su percepción de la realidad sigue distorsionada. Esto nos enseña que, si en nuestra mente la meta principal de servir a Dios es enriquecernos, no estamos sirviendo a Dios por amor, sino por amor a nosotros mismos.
A pesar de todo lo vivido, el faraón continúa viéndose a sí mismo como lo más importante y no está dispuesto a ceder. Al final, si comparamos al faraón que inicia la historia con el que la termina, notamos grandes cambios:
1. Reconoce la existencia de Dios.
2. Acepta que Dios es un ser único al que se debe servir.
3. Entiende que su bienestar depende de él.
Si la historia hubiera terminado así, quizás Dios hubiera perdonado al faraón. Sin embargo, su arrepentimiento fue temporal. Cuando Israel sale de Egipto, lo primero que el faraón hace es perseguirlos nuevamente, intentando recuperar lo que había dejado ir. Cuando el arrepentimiento no es verdadero, con el tiempo, la persona retorna a las viejas costumbres que la condujeron a la decadencia espiritual.
El faraón no pudo reconocer que Dios es lo más importante. Todo lo que hizo, incluyendo su aparente arrepentimiento, fue solo una forma rápida de escapar del castigo. En su corazón, sigue siendo el mismo dictador malvado y egoísta que fue antes. Su arrepentimiento fue superficial, y en su corazón solo hay espacio para él mismo.
Continuará.
Gloria a Jesús.
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Un café con Dios 2
SpiritualUn café con Dios 2. Relatos cortos para esos días frios...