Al igual que las olas que borran las huellas en la arena, Dios borra nuestras transgresiones cuando nos arrepentimos. Perdonar significa decidir olvidar el dolor y conservar lo positivo. Así como Dios olvida nuestros errores, "Venaque" en hebreo, y recuerda nuestros méritos, nosotros también debemos imitarlo en nuestra vida. Nuestra responsabilidad es olvidar las ofensas que los demás nos han hecho, siguiendo el ejemplo celestial. Debemos perdonar de la misma manera en la que Dios nos perdona, para que, también seamos perdonados por él, tal como está escrito en Lucas 6:37: "Perdonad y seréis perdonados".
El libro del profeta Isaías 43:18 nos dice: "No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas". Esto nos enseña que el perdón es una elección. No podemos decidir lo que sucede en nuestra vida, pero sí cómo reaccionamos o sentimos ante las circunstancias. Sin embargo, perdonar es un acto emocional muy complejo, ya que, en ocasiones, las personas se aferran a las heridas por miedo o vergüenza, en lugar de dejarlas atrás. Pero, como dijo Cyrulnik. B: "El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional". Es más fácil responsabilizar a otros por los sentimientos que decidimos albergar que hacernos cargo de ellos. Si alguien más fuera responsable de nuestro estado emocional, significaría que le hemos dado permiso para controlar nuestras emociones. Por lo tanto, no debemos culpar a los demás por cómo nos sentimos; hemos decidido sentirnos así.
Perdonar incluye la decisión de olvidar el daño, pero no las lecciones aprendidas de esa experiencia. Olvidar el dolor también significa renunciar al deseo de venganza y a los sentimientos negativos que podrían estar creciendo en nuestro interior, sentimientos que, sin darnos cuenta, alimentamos al pensar continuamente en el dolor. Hablar repetidamente de nuestras heridas fomenta una imagen de autocompasión, lo cual nos lleva al desmerecimiento. Esto significa que dejamos de sentirnos dignos de recibir la buena voluntad de Dios. El auto desmerecimiento nos hace sentir despreciables, sumergiéndonos en aflicción, alejándonos de Dios. Por lo tanto, perdonar es un acto que realizamos para nuestro propio bien, tal como el Señor lo enseña: "Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados". Isaías 43:25, RVR (1995).
Al no perdonar, nos perjudicamos profundamente. Albergando rencor hacia quien nos hirió, permitimos que esa persona y su recuerdo negativo controlen nuestra atención y pensamientos. Peor aún, el rencor puede transformarse en ira, afectando nuestras reacciones hacia los demás. Cada vez que rememoramos el daño sufrido, nos volvemos esclavos de ese recuerdo. Incluso un olor, color o sabor que nos evoque a la persona que nos ofendió puede disparar nuestros sentimientos, haciéndonos reaccionar como si el dolor estuviera ocurriendo nuevamente. Debemos entender que perdonar es un acto de amor propio.
El perdón, según nos enseña el Señor, es un regalo que nos concedemos a nosotros mismos, liberándonos de la carga del daño que otros nos han infligido. Es cierto que al perdonar también beneficiamos a quienes nos han lastimado, ofreciéndoles algo que quizás no merezcan. Sin embargo, la gracia de Dios no se basa en lo que merecemos, sino en su amor. Él se comporta con nosotros de la misma manera en que tratamos a los demás: si actuamos como jueces severos, Él nos juzgará con igual severidad; pero si elegimos perdonar, experimentaremos su misericordia. Cuando perdonamos a aquellos que no merecen nuestro perdón, abrimos la puerta para recibir el perdón celestial en momentos en que, por nuestras acciones, mereceríamos justo lo contrario. Tal como el Señor Jesús dice en Lucas 6:38: "Porque con la medida con que medís, os volverán a medir".
El perdón nos libera de emociones autodestructivas y nos permite alcanzar la sanación al recuperar el control sobre nuestras emociones. Cuando buscamos el perdón de Dios, es crucial considerar primero perdonar a quienes nos han ofendido. Perdonar implica llenarnos de luz, una luz que ilumina nuestro interior y se proyecta amorosamente hacia los demás. Es el acto supremo de amor propio. El Señor Jesús nos enseñó: "¿Qué es más fácil decir? ¿Tus pecados te son perdonados, o decir levántate y anda?" Esto ilustra la inseparabilidad del perdón y el amor: no podemos amar genuinamente sin perdonar, ni perdonar sin amar. El relato en Mateo 9:8 muestra cómo la gente se maravilló y glorificó a Dios al ver que el Señor Jesús había entregado tal potestad a los hombres. Revelándonos que el Señor nos ha conferido el poder para perdonar como parte de nuestra propia espiritualidad.
Gloria a Jesús.
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Un café con Dios 2
SpiritualUn café con Dios 2. Relatos cortos para esos días frios...