"Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre". (Mateo 6:9. Reina-Valera, 1960).
La manera en que percibimos y nombramos a Dios refleja profundamente nuestra fe y define nuestra relación con él, mostrando cómo nos acercamos a su presencia. Por ello, el Señor Jesús nos invita a conocer a Dios como "Padre", llamándonos a una relación íntima con quien nos dio la vida. Este término no solo nos recuerda que Dios es nuestro creador, sino que también revela el amor que nos tiene, semejante al de un padre hacia sus hijos. Dios es quien nos bendice, ayuda, corrige y cuida, muchas veces sin que lo advirtamos. Su compromiso con nuestro crecimiento espiritual y su interés en nosotros son incondicionales, revelando un vínculo de amor puro y desinteresado. Así lo expresa 1 Juan 4:19: "Nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero".
Se suele decir que en la creación existen tres socios: el padre, la madre y Dios. La diferencia radica en lo que cada uno aporta. Nuestros padres terrenales nos enseñan valores, nos dan seguridad, principios, cuidado físico y emocional, y guía en la vida. Como dice Proverbios 1:8-9: "Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre y no abandonas la enseñanza de tu madre, porque adorno de gracia serán en tu cabeza, y collares en tu cuello". Sin embargo, lo que permite que nuestro cuerpo funcione es invisible a los ojos, pero fundamental, y forma parte de nuestra dimensión espiritual: el alma. Esta esencia inmaterial es lo que distingue a un cuerpo humano vivo de uno muerto.
En 1907, el médico Duncan MacDougall realizó un experimento en el que pesó a pacientes antes y después de su muerte, observando que cada cuerpo perdía aproximadamente 21 gramos, una cifra que él atribuyó al peso del alma. Los resultados de MacDougall, aunque cuestionados, plantean una reflexión profunda: ¿qué representan realmente esos 21 gramos cuya ausencia marca la diferencia entre la vida y la muerte? Más allá del peso, podrían simbolizar nuestra esencia, lo intangible que define nuestra humanidad y la chispa divina que trasciende lo físico. En este sentido, Dios nos da todo lo invisible y fundamental para vivir, como el aliento de vida. Al reconocer a Dios como nuestro Padre, establecemos una relación de cercanía que va más allá de lo terrenal, construida sobre el amor y la confianza. Dios, nos brinda consuelo, aliento y la seguridad de que siempre encontraremos en sus brazos una fuente inagotable de fortaleza. Así, en el cruce de lo visible y lo invisible, se manifiesta la esencia de nuestra existencia y el profundo vínculo con nuestro Padre Celestial.
Simón Baron-Cohen destaca que, durante su desarrollo, un niño utiliza a su progenitor como una base de seguridad desde la cual comienza a explorar el mundo. Cuando se siente distante de esta base, puede regresar a su padre o madre para "reabastecerse emocionalmente". El afecto que el cuidador ofrece a través de elogios y confrontaciones proporciona un sentido de seguridad que permite al niño gestionar su ansiedad, fortalecer su autoestima y confianza en la solidez de la relación. De este modo, lo que un padre o una madre puede ofrecer a sus hijos a través de emociones positivas es mucho más valioso que cualquier bien material. Este concepto se conoce en psicología como "el tesoro interno", subrayando la relevancia de las experiencias emocionales y el amor en el desarrollo infantil.
El tesoro interno es la fuerza que permite a una persona enfrentar los obstáculos de la vida. Es el espacio desde donde encuentra la disposición para recuperarse de los contratiempos y la capacidad de demostrar cariño a los demás. Este tesoro actúa como un refugio, brindando la seguridad necesaria para afrontar los desafíos que nos superan. Es el lugar al que volvemos en busca de apoyo para reconfortar nuestro corazón.
Cuando recibimos un sostén positivo, reponemos nuestra confianza, sabiendo que contamos con la ayuda de quienes nos aman. Así, el tesoro interno se convierte en la herencia que todo padre debe transmitir a su hijo. Sin embargo, no siempre encontramos este tesoro en nuestros padres terrenales, ya sea porque no nos lo proporcionarán o porque están esencialmente distantes. Afortunadamente, debido a la omnipresencia y la omnibenevolencia de Dios, siempre podemos contar con Él, sin importar dónde nos encontremos. Como dice el salmista en Salmos 139:7-8: "¿A dónde me iré de tu espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiera a los cielos, allí estás tú; y si en el seol hiciera mi estrado, allí tú estás".
Dios es nuestro Padre, ya a través de sus palabras y su presencia, llena el cofre de nuestro corazón. En los momentos en que los acontecimientos nos desmoronan y nos sentimos incapaces de continuar, siempre podemos regresar a él para reabastecer nuestra arca de optimismo y fe. Orar se convierte en una cita con nuestro Señor, en un refugio donde recuperamos nuestra energía al recordar que el Creador del universo es también nuestro Padre, quien nos ama incondicionalmente y está siempre disponible para nosotros. Como dice la Escritura: "El Señor está cerca de todos los que lo invocan, de todos los que lo invocan en verdad" (Salmos 145:18, Reina-Valera, 1995).
Gloria a Jesús.
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Un café con Dios 2
SpiritualUn café con Dios 2. Relatos cortos para esos días frios...