CAPÍTULO VIII

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8. ¡Qué den comienzo las septuagésimas fiestas de la muerte!

BRIDGET

Era la hora, no lo podía seguir retrasando. Suspiré y salí del baño aún envuelta en la toalla. Clavé la mirada en el precioso vestido satinado de color perla que había colgado en el armario. Los tirantes eran finos y dejaban al descubierto la mitad superior de mi espalda. Llevaba unas sandalias a juego, un brazalete y un collar. No creo que hiciera falta decir que nada de eso había sido comprado por mí. Aunque me sentía mal, me lo acabé poniendo. Entre otras cosas, porque no tenía ningún otro conjunto mejor que aquel.

Decidí verlo de la siguiente manera: como acompañante del magnífico Aaron Wallace, yo debería verme, al menos, algo magnífica también. No podía presentarme en una fiesta llena de gente millonaria con la ropa que yo acostumbraba a usar. Me puse el vestido, que me quedaba sorprendentemente bien, y las sandalias que eran de mi talla. ¿Cómo narices lo sabía?

Entré de nuevo al baño para maquillarme ligeramente, tan solo los ojos y los labios, y me dejé el pelo suelto. Cogí el móvil para enviarle una foto a Susana, la vio y como respuesta me llamó en videollamada. La acepté de inmediato.

—¡Pero chica! ¿A dónde vas, a ver al rey? —preguntó perpleja.

Sonreí al recordar que, en el casino, la gente se dirigía a Aaron como el Rey. Así que en cierto modo, sí que iba a hacerle una visita a su majestad.

—¿No estoy ridícula? —traté de asegurarme mientras colocaba el móvil en el lavabo y me alejaba un poco para que mi amiga pudiera verme bien.

—Estás ridículamente hermosa.

Una sensación de seguridad se apoderó de mí, seriamente, ¿qué haría yo sin mi amiga? Siempre había estado ahí, incluso cuando otras personas decidieron alejarse. Que mi madre nos abandonara a mi padre y a mí me creó una crisis de confianza en mí misma, a pesar de lo muchísimo que papá me quería. Después de algunas sesiones con el psicólogo, me di cuenta de que el problema no era mío, sino de la señora que se hacía llamar mi madre, a pesar de haber abandonado ese mismo papel.

—Gracias Susi —le agradecí con el corazón. Puede que la vida no me hubiera dado una familia perfecta, pero si personas preciosas que se lo merecían todo.

—A lo mejor hasta consigues un sugar daddy —insinuó graciosilla.

—A lo mejor te acabo colgando —amenacé en broma.

—Ni se te ocurra.

Hablamos por lo menos cinco minutos más sobre cómo se las estaba apañando con Mateo, el trabajo y qué tal se encontraba mi padre. Poco después unos nudillos llamaron a la puerta y me giré bruscamente hacia el móvil cómo si Susana estuviera en la habitación conmigo en ese momento.

—¿Es él? —preguntó.

—Supongo que sí —respondí cautelosa—. Te dejo, dale un beso a mi sobrino y a mi padre. Os quiero.

—Te queremos, suerte mi niña.

Guardé el móvil en el pequeño bolso que colgué al hombro mientras corría hacia la puerta. Abrí y me quedé petrificada al ver a Aaron. Llevaba un traje negro que parecía hecho a medida y muy muy caro. A pesar de que solía vestirse así, aquel traje era distinto, más elegante. Una corbata esmeralda, a juego con sus ojos, presidía el centro de su pecho por encima de la camisa blanca reluciente. Su pelo estaba más peinado que en otras ocasiones y parecía más jefazo aún que en otras ocasiones.

Guao.

Sus ojos también me recorrieron, y a pesar de que no me gustaba en exceso que la gente reparase demasiado en mí, no me importó que él lo hiciera en aquel momento. Parecía que le gustaba lo que veía, aunque tampoco pensaría demasiado en ello. Me aclaré la garganta.

AARON ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora