CAPÍTULO 34

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Al llegar a casa, me duché y me puse el pijama y una bata. Entre mis frías cuatro paredes me destemplo, y esta es mi indumentaria obligada junto a unas botas de corderito. Llevo horas sentada en el sofá enfrente de la tele; han podido emitir la película más sangrienta o desagradable de todas que no me enterado absolutamente de nada. Mi cabeza está con él en ese servicio. Revivo su voz, su boca y su pedantería. Debo olvidarme de todo eso. Debo olvidarme de él.

Pom... pom... pom...

Pegan a la puerta de mi piso. Escucho con nitidez tres golpes secos a la madera. Hace tiempo que no tengo timbre, se rompió y nunca lo llegué a arreglar. Mis amigos lo saben y los pocos mensajeros terminan adivinándolo.

Es Tomas, no puede ser otra persona, ya que son las nueve de la noche.

Recorro el pasillo con pesadumbre. En realidad, no tengo ganas de visitas, solo quiero descansar. No tengo ganas de charlas ni de darle más vueltas a nada porque siempre llego al mismo lugar. De Jazmín no tengo nada y con él estoy hundida en su oscuridad.

Cruzo los dedos y miro por la mirilla. Ojalá sea un vecino para pedirme cualquier cosa o informarme de algo de la comunidad y se vaya rápido, pero no.

Sacudo el rostro.

Cierro los ojos con fuerzas y los vuelvo a abrir.

«¿Qué hace aquí?»

Mi manos comienzan a temblar. El cansancio que sufría se convierte en adrenalina, la cual sube por mi sistema a la velocidad de la luz.

«Tengo una pinta horrible, pero me da igual. No quiero gustarle».

Abro la puerta decidida.

Sus ojos se clavan en mí con inmediatez.

—¿Qué haces aquí? —pregunto indignada. No quiero ser el desahogo de su calentón. Lo que pasó anoche no volverá a pasar.

Fernando achina los ojos y aprieta la mandíbula sin emitir una sola palabra, hasta tal punto que empiezo a sentirme anestesiada por el flujo de emociones que distingo que sufre en su interior.

Sus ojos son dos océanos de...

«¿Qué le pasa?».

Comienza a desabrocharse la hebilla plateada de su pantalón fino.

«No, eso no. ¿Qué hace?».

Desliza su correa por los pasacintas de la cintura, la dobla y me la ofrece.

—Azótame —dice rotundo en una súplica.

Doy un paso hacia atrás y niego con dolor.

—No —niego abrumada—. ¿Por qué? ¿Por qué quieres que haga eso?

—Sé que hice las cosas mal. —Su voz es débil y aterciopelada—. Me equivoqué contigo, y es la única manera que puedo pagar mi culpa y demostrarte mi verdadero arrepentimiento. Necesito que me castigues —argumenta con los ojos nublados de clemencia.

—No, no haré eso —concluyo a la vez que siento el escozor en los ojos al verlo tan decidido en su petición.

—Leticia, no conozco otra manera de demostrarte lo que siento por ti, ni conozco otra forma de aliviar mi dolor.

Doy un paso más hacia atrás. Quiero que entre en mi piso porque no quiero alarmar a los vecinos, como alguien lo escuche va a pensar que está loco.

Entra y después cierro la puerta detrás de él.

—Sé que hice mal —continúa—. Te hice daño, y no te lo merecías. —Silencio. Espera una respuesta de mi boca, que está sellada por el asombro—. Si no me castigas, me autocastigaré enfrente de ti —declara y se postra de rodillas—. Leticia, estoy enamorado de ti —vocaliza cada palabra con rotundidad. Mi corazón se encoge y dilata a una velocidad desenfrenada—. Tengo que pagar mi culpa para que me perdones. Necesito que me rescates del sufrimiento de mi remordimiento. —Levanta el brazo y atiza la correa hacia atrás hasta romper en un látigo contra la piel de su espalda, bajo su camisa.

HUNDIDA EN TU OSCURIDAD © (En físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora