CAPÍTULO 49

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El juicio ha terminado y un agente de la policía insta a Fernando del brazo para que se levante. Estoy inmóvil y completamente deshecha por la figura de ese hombre indestructible que asume con elegancia y suprema dureza las decisiones del juez, un hombre que parece tener todo, poder, prestigio, dinero, un físico envidiable y arrollador... Cayó como yo en un pozo sin límites y fue arrastrado por la fuerza del mal de su interior. «¿Suicidarse? ¿De verdad hubiese sido capaz de hacerlo?». Hay algo en mi interior que me dice que sí, que es tanto el dolor que genera la voz de la maldita culpa que con tal de silenciarla hubiese sido capaz de apagar todas las luces, sobre todo él, que desde pequeño le mostraron esa realidad como una opción más, empezando por su madre.

Mis ojos se humedecen a cada paso que Fernando adelanta hacia la salida del tribunal. Mis pupilas son testigos incesantes de la lejanía de su ancha espalda envuelta en el impecable traje azul marino. Siento cómo mi sombra fiel, oscura y triste, invade mi pecho para quedarse para siempre.

Miro hacia abajo porque no aguanto esa imagen durante más tiempo.

En un súbito instante soy sorprendida por Tomás, que me abraza con frenesí al distinguir cómo el dolor se materializa más y más en mi cuerpo con el riesgo de destrozarlo.

—Leti —susurra en mi oído—. Tranquila, Leti, solo has hecho lo que debías hacer. Ese hombre tiene que pagar su culpa y tú tienes que recobrar la tranquilidad y la paz que te robó.

Lo abrazo con todas mis fuerzas y contengo las lágrimas.

—Gracias —susurro con los ojos cerrados.

Después abro los ojos y veo a Fernando rebasar el umbral de la puerta del tribunal. Sin embargo, su cuerpo se detiene, mira hacia atrás y me ve envuelta, derrotada, entre los brazos de Tomás. Me mira con una suave sonrisa, en la que encuentro consuelo y satisfacción al verme arropada, aunque no sea por sus brazos. Lo leo en sus melancólicos ojos. Acto seguido, mi compañero, el agente de policía, insiste en que abandone el lugar. Su visión desaparece de mis retinas y desola mi alma como si el sol hubiese desaparecido del planeta

Me deshago del abrazo de Tomás y lo miro a los ojos.

—Por favor, Tomás, quiero verlo. Quiero hablar con él en su celda —suplico ante los incrédulos ojos de mi amigo—. Lo necesito. Una sola vez. Necesito cerrar este capítulo con la verdad.

—No —niega horrorizado—, no puedes —insiste, pero mi súplica se multiplica por cien en mi rostro ante su negativa—. Pero ¿por qué? —inquiere indignado—. No, déjalo, no sufras más. No merece la pena, Leti. Vas a sufrir más y más.

—Necesito hacerlo. Tengo que decirle la verdad. Tengo que cerrar ese capítulo de mi vida si quiero empezar de cero e intentar olvidarlo. —Me mira resignado, pero asiente—. Quiero tener la última conversación para que él también empiece a olvidarme.

—¿Estás segura de que eso te va a ayudar?

—Sí —afirmo débil y triste—. Por favor, Tomás, consígueme el paso. Por favor.

Recorro el ancho pasillo frío y sombrío de paredes grises repletas de puertas de rejas de hierro con el número pintado en burdeos en la pared. No profundizo en los interiores de las celdas, ya que me da respeto los ojos de los presos. No quiero encontrar la desesperación en ellos. Cada cien metros de avance por el corredor, nos encontramos una puerta de rejas, la cual el agente que me acompaña abre y cierra a nuestras espaldas custodiadas por un nuevo guardia de seguridad en cada zona delimitada. Al principio, le concedieron la celda 302 para él solo. Por lo visto, su abogado luchó, más bien pagó, por ella. Siempre existe la mafia sumergida de la compra y la venta de favoritismos vayas donde vayas.

HUNDIDA EN TU OSCURIDAD © (En físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora