CAPÍTULO 29

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Busco su mano, la envuelvo con posesión, sin decir una sola palabra, giro el cuerpo y lo arrastro hasta mi portal, cincuenta metros de distancia en los que mis pasos redirigen los suyos con la inercia de mis ansias arrojada a la vorágine sórdida d...

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Busco su mano, la envuelvo con posesión, sin decir una sola palabra, giro el cuerpo y lo arrastro hasta mi portal, cincuenta metros de distancia en los que mis pasos redirigen los suyos con la inercia de mis ansias arrojada a la vorágine sórdida de obtener placer. Mis manos temblorosas abren la cerradura del portal y evito mirarlo directamente a los ojos porque soy capaz de abrazarlo con las llamas dibujadas en mis pupilas. Lo ansío. En este instante lo deseo como jamás he deseado nada en la vida, con la desesperación del último aliento inmersa en las profundidades del océano o de la gota de agua tras días de severa sequía en un desierto.

Sigue mis pasos con el mismo frenesí.

Solo nos hace falta corretear por el pasillo de la planta baja hasta llegar a la última puerta del frontal, que es la mía. De nuevo, mis manos tiemblan de la impotencia de querer acelerar el tiempo y reducir cualquier obstáculo. Abro la puerta de mi piso y entro. Mis manos capturan las suyas y lo impulso hacia mí. Sus ojos son incandescentes. Pólvora y fuego alumbran nuestro insaciable deseo. En este instante no me importa que no me ame, que solo sea un capricho para un hombre que lo tiene todo al grito de ya y que mi corazón haya estallado en mil pedazos al ser expuesta y azotada por su mano.

«No me importa, maldita sea, porque solo quiero de ti tus manos, tu boca, tu potente virilidad... que cada noche he anhelado con ansias y desesperanza. Soy una virgen que descubrió el placer colosal que le hace olvidar y levitar del mundo terrenal y mezclarse con los ángeles del cielo. No me importa saciar mi cuerpo si no traiciono a mi corazón porque, escúchame bien, señor Montesinos, no voy a creer una sola palabra que me digan tus verdugos y caprichosos labios. ¿Cómo darle mi alma a alguien que después la va a destruir? ¿Para qué me haces sentir especial y única si después me vas a destrozar?».

Cierro la puerta detrás de él. Deslizo mis manos con una lenta cadencia desde mis muslos hasta mis caderas y arrastro a su paso mi falda hacia arriba. Acto seguido, me deshago de mis medias y de mis bragas, las ovillo y las tiro al suelo en una esquina detrás de la puerta principal.

—Quiero que me folles, Fernando —digo sin titubear hundida en el deseo de su mirada.

Sus ojos son surcados por la incredulidad de mis actos al desvestirme y de mis palabras directas y sedientas. Agarra mis brazos cerca de mis hombros e impulsa mi cuerpo al suyo y comienza a besar mi cuello. Siento su respiración agitarse en oleadas que me envuelven de pasión y cariño. Sin embargo, no quiero esto, no quiero preámbulos, aunque mi garganta esté a punto de romper en un gemido de placer por sentir sus labios húmedos en el trocito de piel de mi cuello, tan púdico e inocente. No quiero rodeos cariñosos que mi mente pueda malinterpretar a su estúpido convenio.

Me separo de su contacto con inmenso esfuerzo, como si todo mi cuerpo fuese de hierro y sus labios un imán con un magnetismo imposible de combatir. Me levanto la falda y la enrollo en mi cintura, mostrando mi sexo. Sus ojos se ahondan en la incredulidad al no entender mi afán, pero disfruto de esa sorpresa dibujada en ellos, pues creo que él quiere algo más... más palabras, más contacto, más tiempo al tiempo, y no me da la gana complacerlo. Mi mano vuela hacia el centro de sus piernas —su erección palpita en mi palma a punto de estallar—, desabrocho la hebilla rectangular plateada de su cinturón y desprendo el botón de su ojal; la fina cremallera de su pantalón negro de su traje hecho a medida se abre con rapidez para aliviar la presión. Al instante, me percato de que no lleva ropa interior. Mi sed de él aumenta a niveles estratosféricos. Rodeo su longitud dura y magistral con mis manos y solo sé suspirar para combatir la falta de oxígeno que demanda mi circulación sanguínea. Debato contra mi inocencia y vergüenza en hincar las rodillas al suelo y deshacerme con su suavidad y sabor; gana mi deseo y rebeldía por seguir mi instinto. Con sobrada seguridad, realizo ante sus ojos una genuflexión. Sin embargo, una vez postrada ante esa maravillosa arquitectura que mira al cielo, ponderosa y reclamante, siento sus manos fuertes levantarme del suelo desde mis costados. En un súbito impulso, uno de sus brazos se desliza debajo de mis rodillas, alza mi cuerpo y me lleva en volandas hacia mi habitación.

HUNDIDA EN TU OSCURIDAD © (En físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora