CAPÍTULO 26

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El domingo pasó veloz

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El domingo pasó veloz. No quise levantarme de la cama hasta que el incesante timbre de mi casa me obligó a hacerlo. Era Tomás con pizzas, palomitas y una caja de bombones dispuesto a convencerme de ver todas las temporadas de una de sus series preferidas. Me prometió que nada tendría que ver con mi trabajo, nada que ver con mi corazón triste y nada que ver con mis infortunas y desdichadas decisiones. Me convención que viésemos The Walking Dead; zombis a diestra y siniestra, y supervivientes que con la unión de la fidelidad y la amistad sobreviven anteponiéndose incluso a sus principios y estructuras mentales. Consiguió que me olvidara por un día de mi peculiar infierno. Se lo agradecí enormemente cuando llegó la noche y fui capaz de superar sin desmoronarme un día completo.

Los primeros rayos de luz traspasan mi ventana, ya es lunes, y anuncian el nuevo día. Abro los párpados. Un cóctel molotov de emociones me arrasan como un tsunami. Me odio, me fustigo y me condeno con las peores palabras halladas en el diccionario. Odio levantarme y sentir cómo llega la información a mi cerebro gota a gota, sobre todo cuando la información es tan, tan vergonzante.

Me levanto, me ducho y me visto con mi cotidiano atuendo, modesto, casi religioso. Lo único que me importa es sentirme útil y ser efectiva en mi vida, contribuir a la sociedad. Mi familia, mis dos viejitos padres, viven en un pueblo. Los dejé con el mayor dolor de mi corazón para cumplir mi sueño de trabajar en mi vocación y aportar mi talento al mundo. Son viejos porque yo aparecí en sus vidas cuando habían tirado la toalla. Bien entrados en los cuarenta, creían que no podían tener hijos por infertilidad. Me criaron con tal ternura, posesión y dedicación que no me permitieron disfrutar de la libertad lógica y propia de una niña por miedo a la maldad de la calle y del mundo entero. ¿Y cómo les pago yo? Yendo a un castillo que rezume vicio, perversión y castigos por doquier o, mucho peor, montándome en un coche con los ojos vendados para ofrecer mi cuerpo y alma a un ser que en el peor de los casos puede ser un asesino. En el mejor de los casos, solo es un sádico que le gusta exponer y azotar culos a mujeres sometidas y sumisas.

No. Dios mío, no. Dicho así parezco más loca que todos ellos juntos.

No puedo engañarme. En realidad, existe algo en mi corazón que sabe que nunca me enamoraré de un asesino. Sé que él no mató Jazmín, estoy segura. ¿Por qué? Porque sí, porque a veces el corazón sabe ver más allá que nuestras estudiadas mentes y nuestros suspicaces y cristalinos ojos.

No dedico más de diez minutos a mi reflejo. Nunca me maquillo, solo me peino con una coleta diligente en la mitad de mi cabeza, sin permitir que un solo pelo se desvíe a mi rostro. Coloco mis gafas negras en el tabique de mi pequeña y recta nariz y suspiro con fuerza para descargar mi angustia acumulada.

Salgo a la calle. Ese maldito coche rojo sigue ahí aparcado. Creo que ya mismo será un año que se ha apropiado de ese estacionamiento. Hace poco vi en las noticias cómo un barrio de vecinos le celebraba el cumpleaños a un coche que, igual que este, estaba abandonado ocupando el mismo lugar día tras día. Lo llenaron de guirnaldas y prepararon una tarta. Todos los vecinos salieron a cantarle Feliz Cumpleaños mientras otros grababan la irónica escena. Fue una estrategia para que el suceso se elevase a las noticias y se hiciese viral para que la policía por fin tomara cartas en el asunto. No nos podemos apropiar durante tanto tiempo de un espacio que es de todos. A mí también me gustaría aparcar en ese mismo lugar que está frente a mi ventana y no tener que recorrer dos o tres calles andando en mitad de la noche.

HUNDIDA EN TU OSCURIDAD © (En físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora