Adrasteia

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Hay destinos que son inevitables. Muchos creen que cada persona puede controlar los caminos que escoge. Pero en lo profundo de cada ser descansa un talento que resulta imposible de ocultar. Una habilidad que lo hace destacar sobre los demás. El de Adrasteia era el combate.

Cuando sus padres decidieron poner fin a su relación, su hermana pequeña Aura acababa de cumplir dos años. Su padre, al que todos llamaban Frankie o entrenador, era profesor de artes marciales en el gimnasio de su ciudad desde hacía ocho años. Los mismos que había estado casado con su madre Iris.

Se habían conocido a través de unos amigos. Iris acababa de romper con su antiguo novio, y él quería retirarse de las competiciones para formar una familia. Desde el momento que la vio, supo que quería casarse con ella. Con sus treinta años recién cumplidos, Iris seguía conservando la dulzura juvenil de una adolescente en su rostro. Era una obsesa de las dietas y el ejercicio, aunque trataba de ocultarlo. Le gustaba hacer creer al mundo que aquel cuerpo esbelto se debía más a la genética que al trabajo duro. Su padre, por otro lado, se había quedado prendado del verde de sus ojos. Podía pasarse horas contemplándola mientras esta le hablaba de sus viajes y su pasión por la historia. Había sido tal su devoción por la mitología griega que había acabado por bautizar a sus hijas con el nombre de dos diosas. Pero la felicidad no les duró lo suficiente. Iris no había trabajado en su vida. Era un ser caprichoso al que no le gustaba parar demasiado por casa. Su papel como esposa ya le estaba resultaba pesado cuando tuvo que sumarle el de madre. No es que no quisiera a sus hijas, simplemente le ocupaban demasiado tiempo. Tiempo que ella necesitaba invertir en su cuerpo para recuperar su figura. A Frankie no le importó. Tenían dinero suficiente, así que para ayudarla contrató a Ana, una joven que estudiaba en la universidad y que buscaba desesperada un trabajo a media jornada. Eso logró que Iris se aplacara un par de meses. Al final, Frankie contrató a otra chica para que limpiara la casa e hiciera las tareas que Iris odiaba hacer, que eran prácticamente todas.

Un mes antes de que Aura cumpliera dos años, Iris pidió el divorcio. Frankie ni siquiera buscó explicaciones. Era un hombre pragmático de cincuenta y cinco años que seguía conservándose en buena forma. Así que aceptó la tutela compartida y pasarle una manutención hasta que sus hijas cumplieran la mayoría de edad. Para sus hijas, todo fue muy diferente.

Adrasteia se sentía muy unida a su padre. Era un hombre amable y cariñoso que siempre tenía tiempo para escucharla. Cuando lo vio armar su equipaje y despedirse de ella, se le partió el corazón. Le preguntó una y otra vez qué había hecho mal. Él le prometió que aquello no cambiaría las cosas, que seguirían viéndose. Solo que ya no convivirían en la misma casa.

Adrasteia quiso creer lo que decía, pero tras el primer mes en el que solo habían estado dos fines de semana juntos, comprendió que tendría que buscar el modo de verse más a menudo. Esa misma noche le preguntó a su madre dónde trabajaba su padre. Le hizo decenas de preguntas y después se metió en internet para averiguar qué autobús tendría que tomar al día siguiente. Solo tenía seis años.

Cuando regresó de la escuela, esperó en su cuarto hasta que escuchó a Iris llevar a su hermana Aura a la habitación para dormir la siesta. Aguardó y aguardó hasta que el reloj dio la hora y bajó las escaleras de su casa sin hacer ruido. Tomó las pocas monedas que tenía ahorradas y se marchó a la parada más cercana. Una señora le preguntó a dónde iba y por qué su madre no estaba con ella. Adrasteia utilizó un truco que solía funcionarle a su madre, decir la verdad hasta donde le convenía.

- Mi padre me está esperando en el gimnasio donde trabaja. Están separados, y hoy me toca con él.

La mujer la observó apenada, y se ofreció a pagarle el trayecto.

El conductor tuvo la amabilidad de dejarla justo en frente del gimnasio después de que la señora le explicara su situación. Adrasteia le dio las gracias mientras bajaba con cuidado los escalones. Cruzó la calle notando la mirada del amable conductor a su espalda. Este aguardó hasta que la vio entrar y la despidió con la mano.

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