Perdomia, capital del imperio perdómico, centro de todas y cada una de las culturas que incluían a sus tierras. Hermosa y llena de riquezas, no había un solo noble, o rey que hubiese visitado aquellas exuberantes tierras y no dijera lo vastas que eran. Perdomia era un paraíso sin lugar a dudas, pero hasta en ese lugar tan hermoso se gestaban los más nefastos y oscuros sentimientos.
Aslan lo sabía bien, había sufrido por aquello desde muy temprana edad, desde que su padre ascendió al trono de una forma inesperada. Un niño de apenas cuatro años jamás habría comprendido la situación y él no fue la excepción, no entendía el sufrimiento de su madre, o lo mucho que le rogó a su padre para que dejara el trono. No fue sino hasta que entró a la adolescencia que comprendió el martirio que ella había sufrido. Los reyes tenían solo tres propósitos luego de que ascendían al trono; uno, velar por sus ciudadanos; dos, velar por sus tierras, dominios y riquezas; y tres, asegurar su descendencia para que la monarquía no acabara.
Las tres parecían fáciles en apariencia pero todas ellas implicaban no tener corazón y si algo él entendió durante el largo reinado de su padre... Fue que ese hombre no tenía ni el más mínimo corazón, y lo peor de todo, es que él había terminado siendo igual.
Velar por el bien de sus ciudadanos no fue lo que su padre más hizo, al contrario, solo velaba por el bien de aquellos nobles que le llenaban los bolsillos de riquezas y los oídos de adulaciones. En la segunda sí fue una estrella, durante su reinado la riqueza de Perdomia llegó a la cúspide y luego ese mismo trabajo se extendió hasta el reinado de su hijo, pero quién sabe qué métodos horrendos había usado para lograrlo en tan poco tiempo. Y la tercera, bueno, esa seguro que era la que más había disfrutado.
Para asegurar la descendencia, los reyes poseían un harem, sí, el sueño de cualquier hombre en la tierra y la pesadilla de cualquier mujer que tuviera la horrible desgracia de convertirse en reina. ¿Un privilegio? Su madre no lo hizo ver así jamás, aquella mujer dulce y sabia se había desgastado poco a poco mientras pasaban los años de su reinado, como si el peso de la corona la envenenara. Y así mismo había ocurrido con la primera esposa de Aslan, una flor traída desde la India, hermosa, de piel bronceada y ojos verdes como una piedra de jade. Preciosa sin duda alguna, era todo lo que un rey debía de tener a su lado.
Y la antigua emperatriz no podía quejarse de no ser llamada por el emperador, porque él la deseaba sí, y mucho, le gustaba compartir su cama con ella en muchas ocasiones. Sin embargo, ella había compartido más que su cuerpo con Aslan, le había dado su corazón y ese fue su error, porque las reinas no deben enamorarse, a menos que quieran sufrir toda la vida viendo al hombre que aman acostarse con otras que ella misma tendría que escoger a para su majestad, ya que el gran emperador debía de mantenerse feliz y nada como el cuerpo de una doncella para cumplir con ello.
Su primera esposa murió dos años después de que él ascendió al trono, siempre había tenido una salud delicada y el sufrimiento tampoco le ayudó a mejorar. Desde ese día Aslan cambió, ver como los ojos jade de aquella hermosa mujer se apagaban sobre aquel triste lecho de muerte, mientras le repetía lo mucho que le amaba, le hizo mella en su duro y frío corazón. Le recordó a su madre, esa era la misma mirada que tenía cuando partió de este mundo. Y entonces estuvo su última petición "Prométemelo, mi rey, prométeme que amarás a la próxima emperatriz", y aunque asintió casi para satisfacerla, cumplió la promesa sin siquiera pretenderlo.
Su segunda esposa, con quien se casó poco después, era una mujer humilde, tranquila y dulce, un ángel en todos los sentidos e inclusive más preciosa que la anterior. Una joya, decían que jamás en la historia de Perdomia habían tenido una reina más bella y Aslan coincidía, y no solo por su belleza, sino por la forma tan dulce en la que aquella mujer derritió su corazón. Se enamoró, la amó con toda su alma. La amó tanto que no fue capaz de tocar a otra mujer durante su matrimonio, aún si aquello era mal visto. Pero murió igualmente, murió dejándole solo y cargando aquel maldito dolor en su corazón, lo dejó cuando estaban a punto de ser felices, le dejó para siempre y nada, ni nadie remedió eso.
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Emperatriz (Libro I Bilogía Imperios)
Romance"Que sepa, majestad, que no me postraré ante usted a menos que esté muerta. Las reinas que se arrodillan pierden su corona, y yo no le daré ese gusto" Miranda, reina consorte de Amra de Jordania, fue coronada para sorpresa de todos y se convirtió en...