Capítulo VIII

2.2K 418 101
                                    

    Diez jóvenes, diez chicas habían aceptado de buena gana ir hasta Perdomia para probar suerte y ver si eran las elegidas. Miranda casi se echa a llorar ante su ingenuidad. ¿En serio creían que iban a ser felices? Ni siquiera siendo elegidas como emperatriz lo serían, y ella lo sabía bien.

    —Al menos el emperador es guapo, y no se ve tan viejo —comentó una de las que iban allí con ella. Miranda pidió ir en uno de los carruajes con algunas de las chicas puesto que hacer un viaje sola no le parecía entretenido, sin embargo, comenzaba a arrepentirse.

    —Es cierto, tuve la oportunidad de verlo sin camisa un día de los que estuvo en el palacio y está... —La chica suspiró y la reina casi siente ganas de devolver el estómago.

    —Con lo apuesto que es, no me importaría ser su concubina de por vida.

    Trágame tierra. Suplicó Miranda para sus adentros, rodando los ojos y dio un bostezo. Llevaban dos días y medio de viaje, al amanecer llegarían a Perdomia si todo salía como hasta el momento, y ella no veía la hora de salir de ahí. Las chicas al principio se abstuvieron de hablar sobre el tema, conscientes de que su reina odiaba al emperador, pero luego ella les pidió que fueran libres y hablaran a sus anchas como si no estuviera ahí. No podía arrepentirse más de ese hecho.

    Sin embrago, no le pasó desapercibido el retraimiento de una de las jóvenes, estaba sentada delante de ella. Era casi una niña, debía de tener la misma edad que cuando ascendió al trono. La chica no era la más llamativa del grupo, pero Miranda no le podía restar atributos, tenía el cabello negro y sus ojos eran de un peculiar color hazel que los hacía muy llamativos, eso sin contar con lo bien dotada que estaba. Ella no pudo evitar pensar que con la mitad de lo que la chica tenía se conformaba, Miranda no tenía muchos atributos femeninos de los cuales sentirse orgullosa.

    El toque en la puerta le hizo salir de sus pensamientos y sintió como se detenía el carruaje. La puerta se abrió y vislumbró a un agitado Tarek quien sonrió al verla al fin, y ella no pudo evitar corresponderle porque sentía que era su salvador.

    —Vamos a parar por algunas horas, majestad, a comer y a dejar descansar a los caballos, estamos en las afueras de un pequeño pueblo y ya tengo todos los flancos cubiertos. —Miró a las jóvenes allí presentes quienes se sonrojaron—. Las damas pueden salir a tomar aire y estirar las piernas, de paso, si desean comer les aseguro que mis hombres no cocinan tan mal.

    Miranda no pudo evitar reír por lo bajo ante el comentario y vio salir a las chicas del carruaje, eran cinco aparte de ella. La muchacha de ojos hazel no se movió y, aunque la reina vio la mirada suplicante de su general, decidió torturarlo un poco más y pedirle que les dejase solas. Él se fue, pero insistiría, no dejaría que lo siguiera ignorando como había hecho todos esos días.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó Miranda haciendo que la chica le mirara con rubor en sus mejillas.

    —Samara, majestad.

    —Puedes llamarme Miranda, Samara —le alentó con una cálida sonrisa y suspiró mirando por la pequeña ventanita—. ¿Por qué viniste si no querías estar aquí? —preguntó, volviendo sus ojos a la chica y ella solo hacía mirar sus manos mientras retorcía sus dedos sobre su regazo— ¿Te obligaron?

    —No —dijo casi en un hilo de voz—, yo quise venir.

    —No tienes que tener miedo, no dejaré que te hagan daño, puedes confiar...

    —Yo... Yo no tengo miedo, de veras decidí venir —le interrumpió mirándola a los ojos y ella notó que estaba diciendo la verdad.

    —¿Entonces, por qué?

Emperatriz (Libro I Bilogía Imperios)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora