Capítulo 22: Los hombres de negro

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La ubicación que nos había dado el oficial era nada más y nada menos que una plaza

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La ubicación que nos había dado el oficial era nada más y nada menos que una plaza.

Noté que los puños de Aizea se crispaban cuando se fijó en la plaza, como si hubiera percibido algo. Una expresión notablemente tensa surcó su rostro.

Me preocupé.

—¿Está todo bien?

Ella miró hacia delante.

—A veces hay presencias que no me explico. No sólo son ellos, sino que hay algo más que no comprendo.

—¿Ellos? —repuse confundido.

Asintió con la cabeza finalmente llevando su mirada hacia mí.

—Desde que llegué en esta forma las figuras negras me han venido persiguiendo, pero no comprendo con qué fin —explicó con pasmosa lentitud, parecía que le costaba trabajo encontrar las palabras—. Los veo en las noches o cuando me asomo por la ventana en las mañanas —su voz se tornó fría—, su energía es oscura... es diferente a cualquier cosa que haya sentido antes. No sé cómo explicarlo.

Continué manejando mientras intentaba asimilar lo que me decía... ¿Ellos? ¿La vigilaban? Mi mirada una vez más se dirigió al retrovisor: la camioneta negra estaba detrás de nosotros otra vez.

Todo parecía apuntar a que sí nos seguían.

Pisé el acelerador y pasé el siguiente semáforo antes de que se pusiera rojo. Esquivé algunos coches y doble a la derecha derrapando con el freno de mano para no tener que frenar.

Mi idea era despistarlos un poco; nos desviaríamos antes de llegar a nuestro destino. Una maniobra así la podía llevar a cabo, porque Tom y yo a veces practicábamos en las noches, cuando las calles estaban despejadas. Aprovechábamos para recorrer la ciudad, y en ocasiones tuvimos que escapar de la policía por exceso de velocidad. La ciudad no era muy grande de todos modos, así que no tardábamos mucho en llegar a la carretera, en donde tomábamos el paso hacia la montaña y hacíamos drift en las curvas.

Aizea me volteó a ver horrorizada, agarrándose de donde podía mientras yo viraba una vez más para introducirme a un callejoncito.

—¿Todavía nos siguen? —le pregunté sin perder la vista del volante.

Ella miró hacia atrás y negó con la cabeza sin pronunciar palabra alguna.

Respiré hondo después de un rato de recorrer aquellas calles y fui bajando la velocidad. No era precisamente un atajo, pero era otro camino por el que podíamos llegar a la dirección que el policía me había proporcionado. No conocía muy bien el barrio, pero sí recordaba haber estado en alguna ocasión por ahí. Fue una vez que Lu había tenido una competencia estatal de gimnasia y mis papás me habían pedido que la llevara.

Unos minutos más tarde cruzamos el último callejón para incorporarnos de nuevo a la avenida principal. Aizea por fin comenzó a respirar con normalidad.

Ojos de Agua y manos de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora