›«Los tratos»‹

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Omnisciente

La desesperación que sentía fue mayor a la que en sus cortos 13 años tuvo que haber sentido.

Era un verano de 1973, regresaba de Durmstrang con una sonrisa por haber conseguido terminar el año con excelentes notas y con una carta del director en sus manos dirigida a sus padres, comunicándoles que no deseaban que tan revoltosa alumna volviera para el siguiente curso. Ella imaginó que sus padres o mentora irían a recogerla, nada grata fue su sorpresa, al no encontrar a ninguno de los mencionados en el puerto. Pensó, entonces, que se trataba de alguna que otra prueba a la que la sometían sin previo aviso, para medir su paciencia y, lo que tanto ella como ellos llamaban, su maldición.

Quedó, entonces, sentada encima de su baúl, viendo cómo las personas pasaban sin prestarle atención alguna. No se sorprendía, ella comprendió que en Noruega las personas eran tan fríos de carácter, como lo era el ambiente en donde vivían. O eso querían aparentar, porque formó amistades que, después de entrar en confianza, se comportaban igual o más cariñosos que un niño pequeño con su mamá.

El sol empezaba a ocultarse, para ese momento, horas transcurrieron de su llegada al colegio. La sonrisa que, su rostro mantuvo por el logro obtenido, desapareció con el tiempo. Por su cabeza, llegó la idea de que los encargados de su persona de seguro asumieron que ella consiguió el ser — en términos para nada cordiales — expulsada, por lo que de seguro la estaban castigando de esta forma: dejándola desolada para que pensara en sus acciones cometidas a lo largo de su internado.

Claramente ellos estaban confundidos si es que pensaban que se arrepentiría de algo. Una de las mayores enseñanzas que le inculcaron era que todo lo que uno dice, debe darse por cumplido. Su mente, debido al pensamiento, comenzó a divagar por el bosque donde se hallaba escondido el único lugar que llamaba su hogar, la misma a la que le agarró un especial cariño. En donde llegó a conocer por primera vez a un niño, uno de su edad, y consiguió a su primer amigo. Le prometió, recordaba, ella prometió que haría lo posible para entrar al colegio donde él estudiaría, y de esta forma estarían juntos.

De ese momento transcurrió, con este, dos años. Y reconocía que ya no podía demorar más en el cumplimiento de esa palabra si quería conservar la amistad con el pelinegro poseedor de los ojos grises más intensos que conocía.

Suspiró aburrida, mirando el vapor que causó por la acción. Los últimos momentos del sol en el cielo culminaban, llevándose consigo la calidez que brindaba.

Decidida entonces, por los sonidos de su barriga exigiendo comida, que era momento de encaminarse hacia donde recordaba que era su hogar. No le resultaría tan difícil, ella sabía, tenía un muy buen sentido de orientación y una gran memoria para cosas tan sencillas como lo era el camino hacia el departamento alquilado por sus padres... o el primer libro que leyó.

Suspiró mientras que negaba con su cabeza, agarrando sus pertenecías para iniciar su camino. Existía veces, se decía internamente mientras caminaba, en las que quería convencerse de que estos talentos eran por mérito propio y por su esfuerzo tras tantos años de estudio en casa, pero el recurrente pensamiento que todo lo que lograba era gracias a la maldición que poseía, la hacía sentirse una farsa en su completa totalidad.

En realidad, nunca comprendió del todo porqué debía de temerle. Aún con su infantil mentalidad, veía a estos cuatros talentos que poseía como una oportunidad única, como algo que la hacía sentir especial y que le permitía poder crear y expandir más su magia. Porque como era natural en su inocencia, ella, a escondidas de su mentora, expandió los límites de tres de los cuatro talentos, puesto que el uso de uno seguía siendo complicado.

Porque, para poder desarrollarlo mejor, ella tenía que utilizar toda su concentración y estar en un estado de alerta constante, que la dejaban demasiado desgastada.

Blood Traitors (Sirius y tú) Blood Saga #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora