Patrick..

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Abro a regañadientes mis párpados pesados y una brillante luz inunda la habitación. Dejo escapar un gruñido. Me siento aturdida, desconectada de las extremidades que siento como el plomo, y Lauren me envuelve, pegada a mí como la hiedra. Como de costumbre, tengo demasiado calor. Deben de ser las cinco de la mañana; el despertador aún no ha sonado. Me muevo para librarme del calor que emite su cuerpo, dándome la vuelta en sus brazos, y ella balbucea algo ininteligible en sueños. Miro el reloj: las nueve menos cuarto.

Oh, no, voy a llegar tarde. Maldita sea. Salgo dando tumbos de la cama y corro al baño. Tardo cuatro minutos en ducharme y volver a salir.

Lauren está sentada en la cama, mirándome con gesto de diversión mal disimulada mezclada con cautela, mientras yo sigo secándome y cogiendo la ropa. Quizá esté esperando mi reacción a las revelaciones de anoche. Pero ahora mismo, sencillamente, no tengo tiempo.

Repaso la ropa elegida: pantalones negros, camisa negra... todo un poco señora R., pero ahora no puedo perder un segundo cambiando de estilismo. Me pongo con prisas un sujetador y unas bragas negras, consciente de que ella observa todos mis movimientos. Me pone... nerviosa. Las bragas y el sujetador servirán.

—Estás muy guapa —ronronea Lauren desde la cama—. ¿Sabes?, puedes llamar y decir que estás enferma.

Me obsequia con esa media sonrisa devastadora, ciento cincuenta por ciento lasciva. Oh, es tan tentadora... La diosa que llevo dentro hace un mohín provocativo.

—No, Lauren. No puedo. Yo no soy una presidenta megalómana con una sonrisa preciosa que puede entrar y salir a su antojo.

—Me gusta entrar y salir a mi antojo.

Despliega su gloriosa sonrisa un poco más, de manera que ahora aparece en IMAX de alta definición.

—¡Lauren! —le riño.

Y le tiro la toalla, y se echa a reír.

—¿Una sonrisa preciosa, eh?

—Sí, y ya sabes el efecto que tiene en mí.

Me pongo el reloj.

—¿Efecto? —parpadea con aire inocente.

—Sí, lo sabes. El mismo efecto que tiene en todas las mujeres. La verdad es que resulta muy cansino ver cómo todas se derriten.

—¿Ah, sí?

Arquea una ceja y me mira. Se está divirtiendo mucho.

—No se haga la inocente, señora Jáuregui. La verdad es que no te va nada —le digo distraídamente, mientras me recojo el pelo en una cola de caballo y me calzo mis zapatos de tacón alto.

Ya está. Así voy bien.

Cuando voy a darle un beso de despedida, ella me coge y me tira de nuevo en la cama, y se inclina sobre mí, sonriendo de oreja a oreja. Oh. Es tan guapa: esos ojos que brillan traviesos, ese pelo alborotado que le queda después de hacer el amor, esa sonrisa fascinante. Ahora tiene ganas de jugar.

Yo estoy cansada, la cabeza todavía me da vueltas por todas las cosas que averigüé ayer, mientras que ella está fresca como una rosa y de lo más sexy. Oh, es exasperante... mi Cincuenta.

—¿Qué puedo hacer para tentarte a quedarte? —dice en voz baja. Siento un pálpito en el corazón y empieza a latirme con fuerza. Es la tentación personificada.

—No puedes —refunfuño, forcejeando para incorporarme—. Déjame ir.

Ella hace un mohín y desiste. Sonriendo, paso los dedos sobre sus labios esculpidos... mi Cincuenta Sombras. La quiero tanto, con toda la oscuridad de su devastada existencia. Ni siquiera he empezado a procesar los acontecimientos de ayer ni cómo me siento al respecto.

Atormentada por las sombras II - CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora