Capítulo 9

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RAFA

La miro y me contengo. Está tumbada en el sofá completamente inerte, inmóvil, como si la vida la estuviera abandonando a cada exhalación.

Su pecho sube y baja muy despacio, de un modo casi imperceptible, y eso hace que me sienta peor todavía. Un mierda, eso es lo que soy.

La miro de nuevo y entro en el baño deseando quitarme el olor de la última mujer con la que he estado. Me miro al espejo y apenas me reconozco. ¿Quién soy? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué no le pongo fin a todo esto de una puta vez?

Me quito la ropa de malas maneras, la corbata me ahoga, el olor a sexo y a perfume caro es una cárcel invisible de la que me quiero desprender. Abro el grifo y me sumerjo bajo el agua caliente tratando de disolver mis recuerdos con fuerza mientras froto mi cuerpo con el jabón que Olivia compra para ambos, uno neutro y sin olor. Pero el aroma de la culpa, ese que se incrusta bajo la piel, no se borra, crece como una gangrena extendiéndose por cada recodo de mi cuerpo, pudriéndome por dentro, volviendo mi corazón cada día más negro y más oscuro.

Pienso en mi niñez, nadie auguraba un nacimiento como el mío.

Sí, me llamo Rafel, Rafa para los amigos, en honor a mi padre. Él quería llamarme Oriol, pero mi madre se negó en rotundo, y eso fue porque nací estando mi padre clínicamente muerto sobre una mesa de operaciones en el Hospital Clínic de Barcelona.

Estaba enfermo hacía tiempo y casi nos abandonó, a mi madre, a mi hermano y a mí sobre aquella mesa fría. A mamá le gusta decir que fue por mí por quien revivió. Quién sabe, tal vez salió de su cuerpo y al oírme llorar regresó para no abandonarnos en un momento tan delicado. Era una manera bonita de vivirlo y nadie quiso llevarle la contraria.

Años antes de que naciera, mi padre trabajaba llevando los números de una casa de campesinos de Cabrera; tenían varias fincas y una parada de fruta y verdura en Barcelona. La casa pertenecía a la hermana mayor de mi madre, mi tía, ya se sabe que no hay nada como la familia —dicho con ironía—. Mi padre cogió una enfermedad en la sangre que lo obligó a estar de baja un tiempo, ocasión que aprovecharon mis tíos para echarlo sin miramientos. Mi madre se quedó de la noche a la mañana con un hijo pequeño de dos años y un marido enfermo.

Fue una época dura, aunque lograron remontar. Cuando todo marchaba mejor, decidieron que era el momento de ir a por mí.

Nací en el Casal de Curación de Vilassar de Mar. El Casal es un centro que actualmente se dedica a la asistencia sociosanitaria con servicios de media y larga estancia y también es hospital y centro de día. Está en un edificio colonial muy guapo, situado en medio de una finca que ocupa toda una isla en la parte antigua de Vilassar. Nací en la misma habitación donde quince años después me despediría de mi abuelo... El mejor de todos, mi único abuelo diría yo, precisamente el que se marchó primero.

Me acuerdo de ser feliz a más no poder durante mi niñez. Todos los recuerdos que tengo son buenos. Tenía muchos amigos y todos éramos unos gamberros con ganas de risa que pensábamos en liarla cada dos por tres y, sobre todo, con muchísimas ganas de hacer deporte. Nada de gimnasio, antes no se llevaba eso, sino deporte al aire libre, ese que te bronceaba la piel en verano y te jodía de frío en invierno. En aquel entonces los chavales pasábamos mucho tiempo en la calle, viviendo miles de aventuras que nos unían para siempre. Practiqué fútbol sala, baloncesto, tenis, frontón, squash, natación, incluso monté a caballo; cualquier deporte era bueno si me entretenía y me hacía sudar. Tenía tanta adrenalina que me costaba deshacerme de ella, aunque al final del día terminaba planchado sobre la cama.

¡Sí, quiero! Pero contigo noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora