Capítulo 69

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Dani

El gran día llegó.

Eran las seis del día 7 de agosto de 2009. Los invitados decían que se trataba de una casualidad casi mágica seis, siete, ocho —por agosto— y nueve. Pero yo no estaba tan segura.

Tenía los nervios a flor de piel y no era capaz de calmarme con nada, ni siquiera con la tila que me preparó mi madre con tanto cariño.

A media mañana nos fuimos todo el clan de mujeres, con Andrea incluida, a la peluquería; tocaba ponernos guapas. Teníamos hora para peinarnos, maquillarnos y cotorrear. Tías, abuelas, mi madre y yo en plan plaga «Andiente», listas para arrasar con todo. Incluso mi amiga parecía algo abrumada.

Salimos de la peluquería bastantes justas y tocó apurar hasta el último momento, ya que mi tío, el hermano de mi padre, era quien me llevaría a la iglesia y me recogía a las cinco y media en el portal de casa. No iba a ejercer de padrino, ese papel estaba reservado a alguien muy especial en mi vida. Quien me iba a llevar al altar era mi abuelo Selmo, al que sentía como a un padre.

Así que mi tío, para hacer algo simbólico, apareció con un Mercedes clásico que le había dejado el director de su empresa. Esperó a que estuviera lista para llevarme a la Iglesia de San Lorenzo y hacer la entrada triunfal.

Llevaba puesto un vestido de la colección 2009 de Manuel Mota.

Fue un flechazo instantáneo, lo vi y me enamoré sin remedio. Solo tenía claro que quería ir muy sencilla, sentirme yo, y cuando me lo probé fue justo lo que noté.

En teoría, mi madre y yo habíamos salido una tarde para dedicarla a mirar vestidos, pero la realidad era que yo ya tenía el vestido reservado y no había querido contárselo. Fue el primero que vi y el único que me probé. Cuando entramos a la tienda, mi madre alucinó. Pobrecita mía, ella que se había imaginado con una copa de champán haciéndome entrar y salir una y otra vez del probador. Pero, cuando me lo vio puesto, lo entendió. Y es que siempre había sido de ideas fijas, no podía evitarlo.

Con él puesto me veía como una diosa de la antigua Grecia. Tenía mucha caída y una tira de pedrería que nacía en la cintura y terminaba haciendo la función de tirante.

En la peluquería pedí que me dejaran la melena suelta con ondulaciones y un pequeño detalle que me recogía dos mechones de los laterales hacia atrás, nada más. No quería excesos, incluso el maquillaje era apenas imperceptible.

Mi abuela no dejaba de decirme lo guapa que estaba y, verdaderamente, yo me sentía así, la princesa de mi propio cuento.

Cuando llegamos a San Lorenzo, una banda de gaiteros nos estaba esperando; debían tocar tanto a nuestra llegada como a la salida de la ceremonia.

Varias decenas de personas ajenas a la boda se congregaban a la entrada de la iglesia curioseando para ver quién era la novia. No era de extrañar, pues San Lorenzo era un renombrado reclamo turístico. Incluso Cayetano Rivera, hijo del famoso torero Paquirri, se había casado allí. Así que, cuando me bajé del coche, no daba crédito a tanto curioso inmortalizando el momento. Por un momento, me sentí como una de esas famosas que salen en el Hola o Lecturas.

Hasta ese momento, los nervios los llevaba casi controlados. Había tenido un día muy tranquilo, como si la cosa no fuera conmigo y se casara otra que no fuera yo. Pero, cuando pisé la acera y vi todo lo que tenía a mi alrededor, empecé a sentirme menos segura y algo agitada. Pensé en la tila de mi madre, olvidada sobre la mesa del comedor. Tal vez habría sido mejor que me la tomara.

La cabeza me daba vueltas y el pulso se me aceleró tanto que solo podía pensar en que la ceremonia terminara lo antes posible. Me agarré del brazo de mi abuelo —que me esperaba fuera del coche—, saludé con presteza a los pocos invitados que aún no habían entrado, me situé en la entrada del templo sin esperar a que comenzara la marcha nupcial y arranqué a caminar casi a la carrera. Ni música ni nada, mi único objetivo era alcanzar el altar donde estaba Víctor. Una entrada atropelladamente precipitada que quedaría grabada en las retinas de todos los invitados.

Tal vez esa rapidez augurara lo que sucedería semanas después, no lo sé.

En esa huida hacia delante iba mirando a los invitados. Familia, amigos... Fue emotivo, la verdad, hasta que vi a Rafa. No se podía poner en los laterales, no, estaba de pie en una hilera de asientos junto al pasillo, mirándome fijamente con los ojos bañados en emoción. O eso me pareció. Cuando pasé por su lado, casi tropiezo. Se me encogió todo por dentro, pero la decisión estaba tomada, él lo sabía y yo también.

Nos sonreímos y yo continué agarrada del brazo de mi abuelo para cumplir con la promesa que le había hecho al hombre que iba a convertirse en mi marido.

La ceremonia fue breve, a pesar de que nos casábamos por la iglesia, elegimos la celebración que no duraba más de media hora. Quería que todo terminara lo antes posible, que no fuera muy creyente también ayudaba. Necesitaba sentirme atada a él para dar fin a mi antigua vida e iniciar la nueva, por mucho que mi corazón se arrugara frente a unos ojos caramelo.

Leí claramente mi parte, sin nervios aparentes y, cuando llegó el momento del rezo del Padre Nuestro, me acordé de Rafa. El día de la playa, en la sidrería, habíamos estado bromeando que con lo poco católica que era yo como para casarme por la iglesia, pero ahí estaba, acordándome de él en aquel momento. Lo imaginé con aquella medio sonrisa que siempre lucía, recordando el mismo instante a la vez que yo. Tragué con dificultad, ¿por qué mi cerebro se empeñaba en colármelo en cada recuerdo? No debía seguir pensando en él, por el amor de Dios, me estaba casando, ¡no podía!

Había llegado el momento de la verdad, el cura anunció que íbamos a darnos los votos. El pulso se me disparó y el cuerpo entero me temblaba sin control.

Miré a Víctor, con su pose relajada y el traje oscuro, que tan bien le sentaba. Allí estaba, a mi lado, e iba a ser así para siempre.

Percibió mi mirada insegura y, simplemente, me sonrió, acercando la palma de la mano a la mía para infundirme el valor que tanta falta me hacía.

Suspiré con fuerza y asentí cuando el padre nos preguntó si estábamos listos. Había llegado la hora de la verdad.

¡Sí, quiero! Pero contigo noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora