Cargo a una anciana por la carretera

391 37 0
                                    

Diana

Mientras bajada cuesta abajo a casi ochenta kilómetros por hora sentía una emoción que no sentí hace mucho tiempo. Como cuando eres niño y logras montar en bici tu solo por primera vez. Y claro, lo disfrutaría más si no fuera porque unas gorgonas malvadas quisieran matarme a toda costa para después usarme de cebo.

Escuché a las hermanas gritar y vislumbre el cabello de serpientes de coral de Euríale en la cima de la colina, pero no tenía tiempo para preocuparme por eso. El tejado del edificio de apartamentos surgió debajo de mí como la proa de un acorazado. Se avecinaba un choque frontal en diez, nueve, ocho...

Antes de hacerme papilla conseguí girar a un lado. Mi escudo saltó por encima del tejado y surcó el aire, volando por un lado, mientras que yo por el otro.

Mientras caía me imaginaba una escena que pudo ser graciosa de no ser por mi situación: yo estrellándome en el parabrisas de un todoterreno, y un conductor molesto tratando de apartarme con los limpiaparabrisas. "¡Estúpida niña! ¡Mira que ahora caen del cielo! ¡Llego tarde!"

Por puro milagro, una ráfaga de viento me empujo hacia un lado, lo justo para que cayera en unos arbustos en lugar de la autopista. Y aunque no fue lo más blando en lo que he caído hasta ahora, era mucho mejor que un auto o el asfalto.

Gemí de dolor. Quería quedarme ahí y dormir por tres días hasta que mi dolor de cabeza disminuya, pero tenía que seguir.

Me levanté con dificultad. Mis manos estaban llenas de arañazos, pero ningún hueso roto. Aún tenía mi mochila. Lo más seguro es que mi escudo estaba en algún lugar por ahí. Debía encontrarlo rápido.

Miré cuesta arriba. Las gorgonas eran fáciles de localizar, con su cabello de serpientes tan colorido y sus chalecos de vivo tono verde. Bajaban con cuidado por la pendiente, haciéndolo mucho más lento que yo, por lo que si me apresuraba quizá encuentre mi escudo antes de que ellas a mí. Cinco minutos, si no lo encuentro en cinco minutos me iré.

Miré a todos lados desesperada. A mi lado había una valla alta de tela metálica que separaba la autopista de un barrio de calles sinuosas, casas acogedoras y cucaliptos muy altos. La malla estaba llena de agujeros. Aunque dudaba que mi escudo este por allí tenía la tentación de cruzar robar un coche e ir hacia el oeste, al mar. Aclaro, no me gusta robar coches, pero cuando tu vida está en peligro el fin justifica los medios, y mi fin es permanecer viva. Al menos hasta que recuperé la memoria.

Miré hacia el este. A unos cien metros cuesta arriba, la autopista atravesaba la base del precipicio. Dos bocas de túnel, una para cada dirección del tráfico eran como las cuencas oculares de un gigantesco cráneo. En medio, donde habría estado la nariz, un muro de cemento sobresalía de la ladera, con una puerta metálica como la entrada de un búnker.

Podría haber sido un túnel de mantenimiento. Probablemente eso pensaban los mortales, si es que se fijaban en la gigante puerta. Pero ellos no pueden verla por la niebla. Yo sabía que ese era el camino que debía tomar.

Dos chicos con armadura flanqueaban la entrada. Iban vestidos con una extraña mezcla de yelmos romanos con penachos, petos, vainas, tejanos, camisetas de manga corta moradas y zapatillas deportivas blancas. El centinela de la derecha parecía una chica , pero me era difícil estar segura por toda la armadura. Pero si que estaba segurísima de que el de la izquierda era un chico, robusto y con un carcaj en la espalda. Los dos sostenían largas varas de madera con puntas de lanza de hierro, como arpones anticuados.

Mi radar interno se estaba volviendo loco. Después de pasar días de hambre y sin poder dormir había llegado a mi destino. Mi instinto me decía que si lograba cruzar la puerta, estaría a salvo por primera vez desde que los lobos me despacharon al sur.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora