Nuestros mayores miedos

82 10 0
                                    

Diana

Anduvimos por tierra durante aproximadamente una hora, sin perder de vista la vía del tren pero manteniéndonos al abrigo de los árboles lo más que podíamos. Podía escuchar un helicóptero que volaba en dirección al tren descarrilado. En dos ocasiones escuchamos chillidos de grifo, pero se escuchaban lejanos.

Cuando el sol finalmente se ocultó el frío se hizo más intenso en el bosque. Había tantas estrellas que tenía deseos de tirarme de espaladas en la nieve y contemplarlas toda la noche como hacía antes con Ethan en nuestra casa del árbol que estaba oculto en el bosque del campamento.

Ethan se sabía el nombre de casi todas las estrellas y constelaciones. Cuando ibámos al bosque a verlas, se perdía en los relatos míticos de cómo los dioses formaron varias constelaciones para que la memoria de varios héroes perdurará. Pero desde este lado del mundo no podía encontrar las estrellas que veíamos en casa.

Entonces apareció la aurora boreal. Me recordó a la estufa de gas que mi madre tenía en casa, cuando la llama estaba al mínimo: ondas de llamas azules fantasmales se movían de un lado a otro. Una vez, en las vacaciones de invierno, Percy y yo nos pusimos a asar unos malvaviscos azules en la estufa. Mi mamá se asustó porque mi malvavisco se prendió como una pequeña antorcha, y cuando apagamos la pequeña llama mi dulce azul se había teñido de negro.

—Es increíble —dijo Frank. 

—Osos —señaló Hazel. 

Efectivamente, un par de osos pardos avanzaban pesadamente por el pantano a varios cientos de metros de distancia, con el pelaje reluciente a la luz de las estrellas. Eran tan hermosos y esponjosos que me daban ganas de ir y abrazarlos.

—No nos molestarán —prometió Hazel—. Solo eviten acercarse. 

No le llevamos la contraria. 

Mientras avanzábamos penosamente. Pensé en todos los extraños lugares que había visto. Ninguno era tan impresionante como Alaska. Entendía porque era una tierra situada más allá del alcancé de los dioses. Allí todo era agreste e indomable. No había normas ni profecías ni destinos: solo el riguroso bosque y un montón de animales y monstruos. Los mortales y los semidioses iban allí por su cuenta y riesgo. 

¿Acaso eso es lo que Gaia deseaba, que el mundo entero fuera así? ¿En verdad sería algo malo? 

Entonces recordé las palabras de Nico. Gaia no era una diosa amable, era vengativa y violenta. Si llegaba a despertar del todo, destruiría la civilización humana y a los dioses... 

No debía pensar en eso. No debía pensar en eso. Me repetí. 

Un par de horas más tarde, tropezamos con un pequeño pueblo entre la vía del tren y una carretera de dos carriles. El letrero del perímetro urbano rezaba: MOOSE PASS. Al lado del letrero había un alce. Por un segundo pensé que sería una especie de estatua publicitaria, pero entonces el animal se internó en el bosque. Cosa que me hizo reír. 

Pasamos por delante de un par de casas, una oficina de correos y varias caravanas. Todo estaba a oscuras y cerrado. En el otro extremo del pueblo había una tienda con una mesa de picnic y un viejo surtidor de gasolina oxidado en la parte delantera. 

La tienda tenía un letrero pintado a mano en el que ponía: GASOLINERA DE MOOSE PASS. 

—Algo no va bien —dijo Frank. 

Por un acuerdo silencioso, nos dejamos caer alrededor de la mesa. Mis pies los sentía como bloques de hielo; unos bloques de hielo muy doloridos. Hazel apoyo la cabeza entre las manos, se durmió y empezó a roncar. Frank sacó el último refresco que le quedaba y unas barritas de cereales del viaje en tren y las compartió conmigo. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora