Bienvenidas a mi hogar

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Frank

Me sentí aliviado cuando las ruedas se desprendieron.

Ya había vomitado dos veces desde la parte de atrás del carro, lo que no resultaba divertido a la velocidad del sonido. El caballo parecía plegar el tiempo y el espacio al correr, desdibujando el paisaje y haciendo que me sienta como si acabara de beber cinco litros de leche entera sin mi medicamento para la intolerancia a la lactosa. Ella no contribuía a mejorar la situación. No paraba de murmurar:

—Mil doscientos kilómetros por hora. Mil trescientos. Mil trescientos cinco. Rápido. Muy rápido.

El caballo se dirigió a toda velocidad al norte a través del estrecho de Puget y pasó zumbando junto a islas, barcas de pesca y, para nuestra sorpresa, bancos de ballenas. El paisaje que se extendía delante me empezó a resultar familiar: Crescent Bay, Boundary Bay. Había ido a pescar allí una vez en una excursión escolar. Habíamos entrado a Canadá.

El caballo se posó como un cohete en tierra firme. Siguió la autopista 99 hacia el norte, corriendo tan rápido que los coches parecían estar quietos. Finalmente, cuando estábamos entrando en Vancouver, las ruedas del carro empezaron a echar humo. 

—¡Hazel! —chillé—. ¡Esto se está rompiendo! 

Ella capto el mensaje y tiró de las riendas. Al caballo no pareció hacerle gracia, pero redujo la marcha a velocidad subsónica mientras pasaban volando por las calles de la ciudad. Cruzamos el puente Ironworkers hasta North Vancouver, y el carro empezó a traquetear de forma peligrosa. Por fin Arión se detuvo en lo alto de una colina boscosa. El caballo resopló de satisfacción, como diciendo: "Así se corre, pringados". El carro humeante se desplomó y arrojó a Diana, Ella y a mí sobre tierra húmeda cubierta de musgo. 

Me levanté dando traspiés. Parpadeaba para tratar de despejar los puntos amarillos que veía. Diana gimió y empezó a desenganchar a Arión del carro destrozado. Ella revoloteaba aturdida, pegándose contra los árboles y murmurando. 

—Árbol. Árbol. Árbol. 

Hazel era la única que no parecía afectada por el viaje. Se deslizó de la grupa del caballo sonriendo con regocijo. 

—¡Qué divertido! 

—Sí —contuve las náuseas—. Divertidísimo. 

Arión relinchó. 

—Dice que tiene hambre —tradujo Diana—. No me extraña. Debe de haber consumido unos seis millones de calorías. 

Hazel examinó el suelo a sus pies y frunció el entrecejo. 

—No percibo oro por aquí... No te preocupes, Arión. Te encontraré un poco. Mientras tanto, ¿por qué no vas a pastar? Nos reuniremos...

El caballo se marchó zumbando, dejando una estela de vapor a su paso. 

Hazel frunció el entrecejo. 

—¿Crees que volverá? 

—Quizá —dijo Diana. 

Casi esperaba que el caballo no volviera. Por supuesto, no lo dije. 

Notaba que a Hazel le preocupaba la idea de perder a su nuevo amigo. Pero Arión me daba miedo, y yo estaba convencido de que el caballo lo sabía. 

Hazel y Diana empezaron a recoger las provisiones de los restos del carro. Había unas cuantas cajas de mercancías de Amazon en la parte delantera, y Ella chilló de regocijo cuando encontró una remesa de libros. Agarró un ejemplar de Las aves de Norteamérica, revoloteó a la rama más cercana y empezó a hojearlo arañándolo tan rápido que no sabía si estaba leyendo o haciéndolo trizas. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora