Una charla entre padre e hijo

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Frank

Nos detuvimos delante del porche. Como había temido, un amplio circulos de fogatas brillaban en el bosque rodeado por completo la finca, pero la casa parecía intacta.

Los móviles de viento de mi abuela tintineaban con la brisa nocturna. Su silla de mimbre estaba vacía, orientada hacia la carretera. En las ventanas de la planta baja había luces encendidas, pero decidí no llamar al timbre. No sabia qué hora era, ni si mi abuela estaba dormida o si siquiera estaba en casa. Comprobé la estatua del elefante de piedra del rincón: una pequeña copia de la de Portland. La llave de sobra seguía escondida debajo de su pata. 

Vacilé ante la puerta. 

—¿Está todo bien? —preguntó Hazel.

Recordé la mañana en que la oficial del ejército abrió la puerta y me informó sobre la muerte de mi madre. Recordé bajar esos escalones para ir al funeral, con el palo guardado en mi abrigo por primera vez. Recordé estar allí y ver como los lobos salían del bosque: los seguidores de Lupa que me habían llevado al campamento Júpiter. Parecía que había sido hace mucho tiempo, pero solo habían pasado seis semanas. 

Había vuelto. ¿Mi abuela me abrazaría? ¿Me diría: "Gracias a los dioses, has vuelto, ¡Frank! ¡Estoy rodeada de monstruos! 

Era más probable que me regañara o que nos confundiera con unos intrusos para después ahuyentarnos con una sartén. 

—¿Frank? —dijo Hazel.

—Ella está nerviosa —murmuró la arpía desde la barandilla en la que estaba posada—. El elefante... el elefante está mirando a Ella. 

—No pasará nada —me temblaba tanto la mano que apenas pude encajar la llave en la cerradura—. No se separen. 

En el interior, la casa olía a cerrado y a humedad. Normalmente el aire estaba perfumado de incienso de jazmín, pero todos los quemadores estaban vacíos. 

Examinamos la sala de estar, el comedor y la cocina. Habían platos sucios amontonados en el fregadero, cosa que no era normal. La asistenta de mi abuela iba a la casa todos los días, a menos que los gigantes la hubieran espantado. 

O se la hubieran comido, pensé. Ella había dicho que los lestrigones eran caníbales. 

Aparté esa loca idea de mi mente. Los monstruos no hacen caso a los humanos corrientes. Al menos, normalmente. 

En el salón, estatuas de Buda e inmortales taoístas nos sonreían como payasos psicópatas. Me acordé de Iris, la diosa del arcoíris, que se había interesado superficialmente por el budismo y el taoísmo. Si visitara la espeluznante y vieja casa de mi abuela se curaría de su inclinación. 

De los grandes jarrones de mi abuela colgaban telarañas. Eso tampoco era normal. Ella insistía en que el polvo de su colección se limpiara regularmente. Al mirar la porcelana, se me remordió la conciencia por haber destruido tantas piezas el día del funeral. En ese momento me parecio ridículo enfadarme con mi abuela cuando tenía tantas personas con las cuales estar enfadado: Juno, Gaia, los gigantes, mi padre Marte... Sobre todo Marte. 

La chimenea estaba apagada y fría. 

Hazel se abrazó el pecho como si quisiera impedir que el trozo de leña saltara al hogar. 

—¿Es esa...? 

—Sí —dije—. Esa es. 

—¿Qué es qué? —preguntó Diana. 

La expresión de Hazel era de compasión, pero eso solo hizo que me sintiera peor. Me acordé del terror y el rechazo que ella mostró cuando invoqué a Gris. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora