Mi padre

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Frank

Después la batalla se convirtió en un caos. 

Diana, Hazel y yo nos abrimos paso a través de los enemigos, derribando a cualquiera que se interpusiera en nuestro camino. La Primera y Segunda Cohorte —el orgullo del Campamento Júpiter, una máquina de guerra bien engrasada y sumamente disciplinada— se desmoronaron ante el asalto y la novedad de encontrarse en el bando perdedor. 

Parte del problema era Diana. La chica luchaba como si estuviera poseída, con un estilo completamente heterodoxo, tomaba una postura más defensiva que ofensiva, pero cuando usaba la espada era para acuchillar en lugar de clavarla como haría un romano, golpeando a los campistas en la cara con la hoja y sembrando en pánico colectivo. En verdad me sorprendió, porque pensé que tendría que cuidarla en la arena debido a su pequeño tamaño y carácter de niña, pero sin duda sabe como defenderse.  

Octavio gritó con voz chillona —tal vez ordenando a la Primera Cohorte que no cediera terreno, tal vez intentando cantar con voz de soprano—, pero Diana puso fin a sus chillidos.  Volvió a convertir su escudo en un anillo, dio una voltereta por encima de una hilera de escudos y estampó el pomo de su espada contra el yelmo de Octavio. El centurión se desplomó como un monigote. 

Disparé flechas hasta que mi carcaj estuvo vacío; usaba proyectiles con la punta roma que no mataban pero dejaban feos cardenales. Rompí mi pilum sobre la cabeza de un defensor y a regañadientes desenvainé mi gladius.

Mientras tanto, Hazel se subió a la grupa de Aníbal. Embistió hacia el centro del fuerte, sonriéndonos a Diana y a mí. 

—¡Venga, tortugas!

Dioses del Olimpo, no paraba de pensar que era presiosa. 

Corrimos al centro de la base. El torreón interior estaba prácticamente desprotegido. Evidentemente, los defensores no imaginaban que un asalto pudiera llegar tan lejos. Aníbal derribó las enormes puertas. En el interior, los portaestandartes de la Primera y la Segunda Cohorte estaban sentados en torno a una mesa jugando una partida de Mythomagic con cartas y figuritas. Los emblemas de la cohorte estaban apoyados sin cuidado contra un muro. 

Hazel y Aníbal entraron directamente en la sala, y los portaestandartes se cayeron hacia atrás de sus sillas. Aníbal pisó la mesa, y las fichas del juego se desperdigaron. 

Cuando el resto de la cohorte dio con ellos, Diana y yo ya habíamos desarmado a los enemigos, cogimos los estandartes y nos subimos al lomo de Aníbal con Hazel. Salimos triunfantes del torreón con las banderas del enemigo. 

La Quinta Cohorte formó filas alrededor de nosotros. Salieron desfilando fuerte y pasamos por delante de los perplejos enemigos y las filas de aliados que estaban igual de desconcertados.

Reyna daba vueltas a baja altura montada en su pegaso.

—¡El juego tiene ganador! —parecía que estuviera conteniendo la risa—. ¡Reunanse para los honores!

Los campistas se agruparon poco a poco en el Campo de Marte. Vi muchas heridas leves —algunas quemaduras, huesos rotos, ojos morados, cortes y tajos, además de algunos peinados interesantes producidos por el fuego y los cañones de agua que habían explotado— pero nada que no se pudiera arreglar.

Me deslicé por un costado del elefante. Mis compañeros se arremolinaron a mi alrededor, dándome palmadas en la espalda y elogiándome. Hasta que Diana gritó algo desde el lomo de Aníbal y saltó, haciendo que tenga que atraparla al vuelo. Todos se rieron cuando ambos terminamos en el piso.

No sabía si estaba soñando. Era la mejor noche de mi vida... hasta que alguien grito:

—¡Ayuda!

Un par de campistas salieron a toda prisa de la fortaleza llevando a una chica en camilla. La dejaron en el suelo, y otros chicos se acercaron corriendo. Pese a la distancia, yo sabía que era Gwen. Estaba grave. Yacía de lado en la camilla con un pilum que le sobresalía de la armadura, como si estuviera sujetándolo entre el pecho y el brazo, pero había demasiada sangre.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora