Tentaciones

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Hazel

—¡Tu arco —grité.  

Frank no preguntó. Soltó su mochila y tomó el arco que llevaba al hombro. 

Mi corazón estaba acelerado. No había pensado en aquel suelo pantanoso desde antes de mi muerte. Recordé demasiado tarde las advertencias que la gente de la zona me había dicho. El sedimento cenagoso y las plantas formaban una superficie que parecía totalmente sólida, pero era peor que las arenas movedizas. Podía tener seis metros o más de profundidad, y era imposible escapar. 

Procuré no pensar en lo que ocurriría si era más hondo que la longitud del arco. 

—Agarra un extremo —le dije a Frank—. No lo sueltes. 

Tomé el otro extremo, respiré hondo y salté al terreno pantanoso. La tierra se cerró sobre mi cabeza. 

Inmediatamente, un recuerdo me dejó paralizada. 

"¡Ahora no! —quería gritar—. ¡Ella dijo que se habían acabado los desmayos!" 

Estaba otra vez en Nueva Orleans. Mi madre y yo estábamos sentadas en el parque cerca de mi casa, desayunando al aire libre. Me acordé de ese día. Tenía siete años. Mi madre acababa de vender la primera piedra preciosa que hice aparecer: un pequeño diamante. Ninguna de las dos estábamos al tanto de mi maldición. 

La Reina Marie estaba de un humor excelente. Me había comprado zumo de naranja y ella se compró champán y buñuelos espolvoreados con chocolate y azúcar glasé. Hasta me había comprado una caja de lápices de colores y un bloc nuevo. Estábamos sentadas una al lado de la otra; la Reina Marie tarareaba alegremente mientras Hazel dibujaba. 

El barrio francés estaba despertando a mi alrededor, listo para el Mardi Gras. Las orquestas de jazz ensayaban. Las carrozas estaban siendo decoradas con flores recién cortadas. Los niños reían y se perseguían unos a otros, engalanados con tantos collares de colores que apenas podían andar. El sol estaba saliendo y teñía el cielo de color rojizo, y el aire cálido y húmedo olía a magnolias y rosas. 

Fue la mañana más feliz de mi vida. 

—Podrías quedarte aquí. 

Mi madre sonreía, pero sus ojos eran de un blanco vacío. La voz era la de Gaia. 

—Esto es falso —dije. 

Traté de levantarme, pero el suave lecho de hierba me embargaba de pereza y de sopor. El olor a pan horneado y a chocolate fundido era embriagador. Era la mañana del Mardi Gras, y el mundo parecía lleno de posibilidades. Casi podía creer que tenía un brillante futuro. 

—¿Qué es real? —preguntó Gaia, hablando a través del rostro de mi madre—. ¿Acaso tu segunda vida es real, Hazel? Se supone que estás muerta. ¿Es real que te estás hundiendo en una ciénaga y te estás ahogando? 

—¡Déjame ayudar a mi amiga! 

Trate de volver a la realidad. Imaginé mi mano aferrada al extremo del arco, pero incluso eso se estaba volviendo borroso. Cada vez apretaba con menos fuerza. El olor a magnolias y rosas era intensísimo. 

Mi madre me ofreció un buñuelo. 

No. Está no es mi madre. Es Gaia, me está engañando. 

—Quieres recuperar tu antigua vida —dijo Gaia—. Yo puedo ofrecértela. Este momento puede durar años. Podrás crecer en Nueva Orleans, y tu madre te adorará. Nunca tendrás que cargar con tu maldición. Podrás estar con Sammy...

—¡Es una ilusión! —dije, atragantándome con el olor dulzón de las flores. 

—Tú eres una ilusión, Hazel Levesque. Si has vuelto a la vida es porque los dioses tienen una tarea reservada para ti. Puede que yo te haya utilizado, pero Nico también te utilizó y te mintió. Deberías alegrarte de que se haya internado en el Tártaro. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora