El enemigo

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Hazel

Por un instante, quedé tan pasmada como los karpoi. Entonces Frank y Diana irrumpieron en el claro y empezaron a masacrar a todas las fuentes de fibra que encontraron. Frank disparó una flecha y atravesó a Cebada, que se deshizo en granos. Diana acuchilló a Sorgo con su daga y atacó a Mijo y Avena. Salté de la roca y me uní a la refriega. 

Al cabo de unos minutos, los karpoi habían sido reducidos a montones de grano y diversos cereales de desayuno. Trigo empezó a recomponerse, pero Diana sacó un mechero de su mochila y encendió una llama.  

—¡Si se reconstruyen reduciré todo el campo a cenizas! —gritó furiosa. 

Frank hizo una mueca como si la llama le asustara. No entendía el por qué, pero grité de todas formas a los montones de grano:

—¡Lo hará! ¡Está loca! 

Los restos de los karpoi se dispersaron en el viento. Frank trepó a la roca y observó como se marchaban. 

De un soplido, Diana, apago el mechero, corrió hacía mí y me envolvió en un fuerte abrazo. 

—No se que te habría pasado si no hubieras gritado —dijo Diana. Después se separó de mí y pude ver sus ojos cristalinos, como si estuviera aguantando las ganas de llorar—. Sé que dije que te puedes defender sola pero... ¿Cómo pudiste con todos ellos por tanto tiempo? 

Señalé la roca. 

—Gracias a un montón de esquito. 

—¿Qué? 

—¡Chicas! —gritó Frank desde lo alto de la roca—. Tienen que ver esto. 

Ambas trepamos a la roca para reunirnos con él. En cuanto vi lo que estaba mirando, resoplé bruscamente. 

Debajo de nosotros había un ejército avanzando. 

El campo descendía hasta un barranco poco profundo, donde una carretera secundaria serpenteaba hacia el norte y el sur. Al otro lado de la carretera, unas colinas cubiertas de hierba se extendían hasta el horizonte, sin rastro de civilización a excepción de un supermercado situado en lo alto de la cuesta más cercana. 

Todo el barranco  estaba lleno de monstruos: una columna tras otra, marchando hacia el sur, tan numerosas y próximas que me sorprendió que no me hubieran escuchado gritar. 

Los tres nos agachamos contra la roca. Observamos con incredulidad como varias docenas de humanoides grandes y peludos pasaban vestidos con pedazos de armaduras y pieles de animal. Cada criatura tenía seis brazos, tres a cada lado, de modo que parecían cavernícolas que hubieran evolucionado a partir de insectos.

—Gargenes —susurré—. Los nacidos de la tierra. 

—¿De dónde los conoces? —preguntó Diana. 

—Escuche de ellos en clase de monstruos en el campamento. 

Nunca me había gustado la clase de monstruos: Leer a Plinio el Viejo y otros autores rancios que describían monstruos legendarios de los límites del Imperio romano. Creía en los monstruos, pero algunas descripciones eran tan disparatadas que había pensado que no debían de ser más que rumores ridículos. 

Pero en ese momento un ejército entero de esos rumores estaba desfilando ante mí. 

—Los nacidos de la tierra lucharon contra los argonautas —murmuré—. Y esas criaturas que hay detrás de ellos...

—Centauros —dijo Diana—. Pero... esos no son. Se supone que son buenos.

Frank emitió un sonido ahogado.  

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora