La Muerte

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Hazel

Los fantasmas formaron filas y sitiaron los cruces. Había unos cien en total: menos que una legión entera y más que una cohorte. Algunos llevaban estandartes andrajosos con un rayo de la Duodécima Legión, Quinta Cohorte: la expedición maldita de Michael Varus llevó a cabo en la década de 1980. Otros llevaban estandartes e insignias que no reconocía, como si murieron en distintas épocas, en distintas misiones ; tal vez ni quizás hubieran pertenecido al Campamento Júpiter. 

La mayoría estaban provistos de armas de oro imperial: más oro imperial del que poseía toda la Duodécima Legión. Notaba el poder conjunto de todo ese oro zumbando a mi alrededor, era más inquietante que el resquebrajamiento del glaciar. Me pregunté si podría usar si poder para controlar las armas y con suerte desarmar a los fantasmas, pero me daba miedo intentarlo. El oro imperial no solo era un metal precioso. Era mortal para los semidioses y los monstruos. Intentar controlar tanto al mismo tiempo sería como intentar controlar plutonio en un reactor. Si fracasaba, podría borrar el glaciar de Hubbard del mapa y matar a mis amigos.

—¡Tánatos! —volteé a la figura con capa—. Vinimos a rescatarte. Si controlas a esos fantasmas, digales que...

Se me quebro la voz. La capucha del dios se desprendió y su capa se cayó al desplegar las alas. Se quedó solo con la túnica negra sin mangas ceñida a la cintura. Era el hombre mas hermoso que habia visto en mi vida. 

Tenía el color de la madera de Teca, oscuro y brillante como la vieja mesa de espiritismo de mi madre, la Reina Marie. Sus ojos eran dorados como la miel, iguales que los mios. Era esbelto y musculoso, con un rostro regio y una melena de cabello moreno que le caía por los hombros. Sus alas emitieron destellos de tonos azules, negros y morados. 

Me quedé sin aliento. 

"Hermoso" era la palabra exacta para definir a Tánatos, ni guapo ni macizo ni nada por el estilo. Era hermosos de la misma forma que un ángel es hermoso: eterno, perfecto, lejano. 

—Oh —se me escapó con una vocecilla. 

Las muñecas del dios estaban sujetas con unas esposas heladas unidas a unas cadenas que se hundían en el suelo del glaciar. Tenía los pies descalzos, inmovilizados con grilletes alrededor de los tobillos y encadenados también. 

—Es Cupido —dijo Frank. 

—¿Por qué tiene que ser guapo? — Diana preguntó mirando con el ceñó fruncido al dios, como si odiara su belleza.

—Me halagan —dijo Tánatos. Su voz era tan espléndida como él mismo: grave y melodiosa—. A menudo me confunden con el dios del amor. La muerte tiene más en común con el amor de lo que se imaginan. Pero soy la muerte. Se los aseguro. 

No lo dudaba. Sentía como si estuviera hecha de cenizas. En un segundo me podría desmoronar y ser absorbida por el vacío. Dudaba que Tánatos necesitara tocarme para matarme. Simplemente podía decirme que muriera. Me desplomaría en el acto; mi alma obedecería aquella hermosa voz y aquellos ojos dulces. 

—Hemos... hemos venido a salvarte —conseguí decir—. ¿Dónde está Alcioneo?

—¿A salvarme...? —Tánatos entornó los ojos—. ¿Eres consciente de lo que dices, Hazel Levesque? ¿Eres consciente de lo que eso significa? 

Diana dio un paso adelante y se apoyó en su espada. 

—Quizá debamos escucharlo. 

—¡Diana! —la regañé. 

—¡Bien!

Blandió su espada contra las cadenas del dios. El oro resonó contra el hielo, pero la espada quedó pegada a la cadena como si fuera pegamento. Por la hoja empezó a subir escarcha. Diana tiró frenéticamente del arma. Frank corrió a ayudarla. Juntos consiguieron soltar la espada antes de que la escarcha llegara a sus manos.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora