Mi último día

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Hazel

Cuando entramos en la ciudad, seguí la misma ruta que había tomado hacía setenta años: la última noche de mi vida, cuando había vuelto a casa de las colinas y había descubierto que mi madre había desaparecido.

Llevé a mis amigos por la tercera avenida. La estación e ferrocarril seguía allí. El gran hotel Seward de dos pisos todavía estaba abierto, aunque había aumentado el doble de tamaño. Consideramos detenernos allí, pero no me pareció buena idea entrar a un vestíbulo cubiertos de barro, ni siquiera estaba segura de si en el hotel ofrecerían habitación a menores de edad. 

Giramos hacia la línea de la costa. No podía creerlo, pero mi antiguo hogar seguía allí, inclinado por encima del agua sobre unos estribos incrustados de percebes. El tejado estaba combado. Las paredes estaban perforadas con agujeros como de perdigones. La puerta se hallaba entablada, y un rótulo pintado a mano rezaba: HABITACIONES — TRASTEROS — LIBRES. 

—Vamos —dije. 

—¿Estás segura de que no hay peligro? —preguntó Frank. 

Encontré una ventana abierta y trepé al interior. Mis amigos me siguieron. La habitación no se usaba desde hacia mucho tiempo. Mis pies levantaron polvo que se arremolinaba en los haces de luz que entraban por los agujeros. A lo largo de las paredes había amontonadas cajas de cartón enmohecidas. En sus etiquetas descoloridas ponía: "Tarjetas de felicitación, ejemplares de temporada variados". No tenía idea de por qué varios cientos de cajas postales habían acabado reducidas a polvo en un almacén de Alaska, pero parecía una broma cruel: como si las tarjetas correspondiera a todas las fiestas a las que no pude llegar a celebrar: décadas de Navidades, Semanas Santas, cumpleaños y días de San Valentín. 

—Por lo menos aquí se está más calentito —dijo Frank—. Supongo que no hay agua corriente. Puedo ir a comprar. No estoy tan sucio como ustedes. También les puedo conseguir un poco de ropa. 

Apenas lo escuché. 

Me subí encima de una pila de cajas en el rincón donde yo dormía antes. Un viejo letrero estaba apoyado contra la pared: MATERIAL PARA BUSCADORES DE ORO. Pensé que detrás encontraría una pared vacía, pero cuando aparté el letrero descubrí que la mayoría de mis fotos y dibujos seguían allí clavados. El letrero debío de haberlos protegidos de la luz del sol y de los elementos. Parecía que no hubieran envejecido. Mis dibujos a lápices de colores de Nueva Orleans tenían un trazo muy infantil. ¿De verdad los había hecho yo? Mi madre me miraba fijamente desde una fotografía, sonriendo delante del rótulo de su negocio: GRISGRÍS DE LA REINA MARIE: VENTA DE AMULETOS DE BUENAVENTURA SIN SECRETOS. 

Al lado había una foto de Sammy en el carnaval. Estaba congelado en el tiempo con su sonrisa de chiflado, su cabello moreno rizado y aquellos ojos preciosos. Si Gaia me había dicho la verdad, Sammy llevaba cuarenta años muerto. ¿De verdad se había acordado de mí todo ese tiempo? ¿O se había olvidado de la chica rara con la que solía montar a caballo: la chica a la que le había dado un beso y que había compartido un pastelito de cumpleaños con él antes de desaparecer? 

Los dedos de Frank se acercaron a la foto. 

—¿Quién...? —al ver que estaba llorando retiró la pregunta—. Lo siento, Hazel. Debe ser muy duro para ti. ¿Quieres quedarte un rato...?

—No —dije con la voz ronca—. No, estoy bien. 

Diana veía las fotos de lejos, con mucha cautela, como si temiera que estas se fueran a deshacer si las llegaba a tocar. No dijo nada, hasta que vio la foto de Sammy. 

—¿Quién es? 

No entendía a lo que se refería, pero cuando volteé a verla pude ver que en verdad tenía interés por saber quien era el de la foto. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora