La Voz y su hijo

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Hazel

Odiaba los barcos. Aún lo hago. 

Me mareaba con tanta facilidad en el mar que para mí ir en barco es un tormento. No quería echar por tierra la misión, pero recordaba lo horrible que había sido mi vida cuando yo y mi madre nos habíamos mudado a Alaska, sin carreteras. A dondequiera que fuéramos teníamos que tomar un tren o un bote. 

Confiaba en que mi estado hubiera mejorado desde que había vuelto de entre los muertos, pero saltaba a la vista que no era así. Y aquel pequeño bote, el pax, se parecía tanto al que tuvimos en Alaska que me traía malos recuerdos...

En cuanto zarpamos del muelle, se me empezó a revolver el estómago. Cuando dejamos atrás los muelles del embarcadero de San Francisco, me sentía tan mareada que pensaba que estaba teniendo alucinaciones. Pasamos volando por un par de leones marinos que holgazaneaban en los muelles, y habría jurado que vi a un viejo mendigo sentado entre ellos. Desde la otra orilla, el anciano señaló a Diana con un dedo huesudo y esbozó con los labios algo parecido a "Ni se te ocurra"

—¿Vieron eso? —pregunté.

La cara de Diana estaba teñida de rojo con la puesta del sol. 

—Sí. No sé por qué pero... este lugar me da mala espina. 

—¿Has estado aquí antes? —preguntó Frank

Diana frunció el ceño.  

—No. Solo... siento que esté lugar es peligroso. 

Escudriñó la ciudad como si en cualquier momento le fuera a saltar un monstruo encima, hasta que pasamos por debajo del Golden Gate y giramos hacia el norte. 

Traté de asentar mi estómago pensando en cosas agradables: la euforia que había sentido la noche anterior cuando habíamos ganado los juegos de guerra, la entrada a lomos de Aníbal en el torreón enemigo, la repentina transformación de Frank en líder... Me había parecido una persona distinta cuando había escalado los muros, ordenando a la Quinta Cohorte que atacara. La forma en que había arrasado a los defensores de las almenas... Nunca lo había vito así. Me había sentido muy orgullosa de prenderle la insignia de centurión en la camiseta. 

Entonces mis pensamientos se centraron en Nico. Antes de partir, mi hermano me había llevado para desearme suerte. Yo esperaba que se quedara en el Campamento Júpiter para ayudar a defenderlo, pero él le había dicho que partiría ese mismo día para regresar al inframundo. 

—Papá necesita toda la ayuda posible —dijo—. Los Campos de Castigo parecen un motín carcelario. Las Furias apenas pueden mantener el orden. Además, voy a intentar localizar algunas de las almas que han escapado. 

—Ten mucho cuidado —dije.

—No te preocupes —Nico sonrió—. No por nada soy el rey de los fantasmas. Cuida de ti. Cuanto más te acerques a Alaska... no sé si los desmayos mejorarán o empeorarán. 

Que cuide de mí. Como si la misión pudiera tener un final feliz para mí. 

—Si liberamos a Tánatos —dije—, puede que no te vuelva a ver. Él me hará volver al inframundo. 

Nico tomo mi mano. Sus dedos eran tan pálidos que costaba creer que ambos tuviéramos el mismo padre divino. 

—Quería darte una oportunidad en los Campos Elíseos —dijo—. Era lo máximo que podía hacer por ti. Ojalá hubiera otra forma. No quiero perder a mi hermana. 

No pronunció las palabras "otra vez". pero sabía exactamente en lo que estaba pensando. Por una vez no sentí celos de Bianca di Angelo. Simplemente deseé disponer de más tiempo con Nico y mis amigos del Campamento. No quería morir por segunda vez.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora