Un Viaje Al Pasado

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Hazel

Volvía a casa de las cuadras. Pese a la fría tarde, estaba muy acalorada. Y Sammy me acababa de dar un beso en la mejilla. 
El día había estado lleno de luces y sombras. En el colegio, los otros niños se burlaban de mi madre, llamándola bruja, arpía y otras cosas. No era ninguna novedad, pero la situación estába empeorando debido a los rumores de mi maldición. Mi colegio era la Academia St. Agnes para Niños de Color e Indios, un nombre que se mantuvo por más de cien años. Al igual que mi nombre, el centro ocultaba una enorme crueldad bajo un fino barniz de bondad.

No entendía como los otros niños negros podían ser tan malos. Deberían comportarse mejor, en especial porque a ellos también les gritaban y robaban el almuerzo. Pero ellos siempre me preguntaban: "¿Dónde están los diamantes malditos, pequeña?", "¡Dame uno o te haré daño!". Me apartaban a empujones de la fuente o me tiraban piedras si intentaba acercarme a cualquiera en el patio de recreo.

A pesar de lo malos que eran nunca les daba diamantes ni oro. Nunca odiaba a nadie en extremo. Además, tenía un amigo —Samy—, y con él me bastaba.

Le gustaba bromear diciendo que era el alumno perfecto de St. Agnes. Era mexicano-americano, de modo que era considerado de color e indio.

—Deberían darme una beca doble —decía.

No era grande ni fuerte, pero tenía una simpática sonrisa de chiflado y no paraba de hacerme reír.

Esa tarde me llevó a las cuadras donde trabajaba de mozo. Por supuesto, era un club de equitación "exclusivo para blancos", pero los fines de semana estaba cerrado, y con la guerra en curso, se rumoreaba que el club cerraría hasta que los japoneses fueran derrotados y los soldados volvieran a casa. Normalmente Samy me colaba para que le ayude a cuidar los caballos, y de vez en cuando íbamos a montar.

Me encantaban los caballos, parecían ser los únicos seres vivos que no corrían en mi presencia. La gente me odiaba. Los gatos siseaban. Los perros gruñian. Hasta el ridículo hámster de la clase de la señorita Finley chillaba aterrorizado cada vez que le daba zanahorias. Pero a los caballos les daba igual. Cuando estaba en la silla de montar, podía ir tan rápido que era imposible que dejara piedras malditas a mi paso. Podía sentirme libre de mi maldición.

Esa tarde había sacado a un caballo ruano con una preciosa crin negra. Galopé hasta los campos tan rápido que dejé atrás a Sammy. Cuando él me alcanzó, se encontraba cansado y su caballo estaba sin aliento.

—¿De qué huyes? —Samy se rió—. No soy tan feo, ¿no?

Hacia demasiado frío para comer en el campo, pero de todas formas hicimos un picnic. Nos sentamos debajo de una magnolia y atamos a los caballos a una valla de madera. Sammy me había traído un pastelito con una vela de cumpleaños, que pese a haberse estropeado en el trayecto era lo más bonito que había visto en mi vida. Lo partimos por la mitad y nos lo comimos.

Sammy habló de la guerra. Deseaba ser mayor para poder alistarse, me preguntó si le escribiría cartas cuando lo designarán al extranjero.

—Pues claro, tonto —dje.

Él sonrió. Entonces, como si fuera empujado por un impulso repentino, se inclinó y me dio un beso en la mejilla.

—Feliz cumpleaños, Hazel.

No era nada del otro mundo, solo un beso, que ni siquiera fue en los labios. Pero por un segundo fue como si flotara. Apenas recordaba el trayecto de vuelta a las cuadras o cómo me había despedido de Sammy.

—Hasta mañana —dijo él, como siempre hacía.

Pero no volvería a verlo nunca.

Cuando regresé al barrio francés se estaba haciendo de noche. A medida que me acercaba a casa, la calidez que tuve con Sammy desapareció, siendo sustituida por el miedo.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora