Me raptan unos cereales

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Hazel

Era una experta en cosas raras. Había visto a mi madre poseída por una diosa de la tierra. Había creado un gigante de oro. Había destruido una isla y había vuelto del inframundo.

Pero ¿ser secuestrada por un campo de hierba? Eso era nuevo. 

Me sentía como si estuviera atrapada en una nube embudo hecha de plantas. Había oído a hablar de los cantantes modernos que saltaban sobre la multitud de fans y eran desplazados por miles de manos. Me imaginé que aquello era algo parecido, solo que yo me movía mil veces más rápido, y las brizas de hierba no eran rendidos admiradores. 

No podía incorporarme. No podía tocar el suelo. Mi espada seguía en el petate, sujeta con unas correas a mi espalda, pero no podía alargar la mano hasta ella. Las plantas me mantenían desequilibrada, zarandeándome, haciéndome cortes en la cara y en las manos. Apenas podía distinguir las estrellas a través del remolino verde, amarillo y negro. 

Los gritos de Frank se apagaban a lo lejos. 

Costaba pensar con claridad, pero era consciente de una cosa: me movía deprisa. Adondequiera que me llevasen, no tardaría en estar demasiado lejos para que mis amigos me encontraran.

Cerré los ojos y traté de hacer caso omiso de las volteretas y las sacudidas. Concentré mis pensamientos en la tierra debajo de mí. Oro, plata... Me conformaba con cualquier cosa que pudiera poner freno a mis secuestradores. No notaba nada. Riquezas bajo la tierra: cero. 

Estaba al borde de la desesperación cuando noté que un gran punto frío pasaba por debajo de mí. De repente el suelo retumbó. El remolino de plantas me soltó y fui lanzada hacia arriba como el proyectil de una catapulta.

Abrí los ojos, momentáneamente ingrávida. Torcí mi cuerpo en el aire. El suelo estaba a unos seis metros por debajo de mí. Derrepente empecé a caer. El adiestramiento de combate que había recibido surtió efecto. Había practicado la caída desde águilas gigantes. Me hice un ovillo, recibí el impacto haciendo una voltereta y me levanté de pie.

Me descolgué el petate y saqué la espada. A pocos metros a mi izquierda, un afloramiento de roca del tamaño de un garaje sobresalía del mar de hierba. Me di cuenta de que era mi ancla. Había hecho de que esa roca apareciera. 

La hierba hondeaba a mi alrededor. Unas voces airadas susurraron consternadas ante el enorme pedazo de piedra que había interrumpido mi progreso. Antes de que pudieran recuperarse, corrí hasta la roca y trepé a lo alto. 

La hierba se balanceaba y susurraba a mi alrededor como los tentáculos de una gigantesca anémona submarina. Podía percibir la frustración de mis captores. 

—¡No pueden crecer encima de esto, ¿verdad?! —grité—. ¡Lárguense puñado de hierbas! ¡Déjenme en paz! 

—Esquisto —dijo una voz airada procedente de la hierba. 

Arqueé las cejas. 

—¿Cómo?

—Esquisto. ¡Un montón de esquisto! 

No supe que contestar. Entonces, alrededor de la isla de roca, mis secuestradores salieron de la hierba. A primera vista parecían ángeles de San Valentín: una docena de pequeños y regordetes Cupidos. Cuando se acercaron, me percaté de que no eran bonitos ni angelicales. 

Eran del tamaño de niños pequeños, con pliegues de grasa de bebé, pero su piel poseía un extraño tono verdoso, como si por sus venas corriera clorofila. 

Tenían unas alas secas y quebradizas como hojas de maíz y mechones de pelo blanco como pelusas de maíz. Sus caras eran macilentas y estaban llenas de cereales. Sus ojos eran de un verde intenso, y sus dientes eran colmillos.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora