Perdida

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Diana

Estaba en medio del bosque, con una mochila vieja y una daga llena de sangre de gorgona. Que eran unas feas señoras con serpientes en el pelo.

Debieron haber muerto hace tres días, cuando les eche una caja llena de bolas para jugar bolos en un supermercado de Napa. O hace dos días cuando las atropellé con un coche patrulla en Martínez. Y obviamente, debieron morir esta mañana cuando les apuñale en el corazón en Tilden Park.

Pero sin importar cuantas veces las mate y las vea convertirse en polvo, ellas siempre vuelven a formarse como unas gigantes bolas de maldad. Y sin importar cuán rápido corra o a donde vaya, ellas están ahí para hacerme la vida imposible.

Apenas había dormido en estos días, sobreviviendo de las cosas que pillaba por ahí: ositos de goma de máquinas expendedores, bollos rancios e incluso un burrito de un grasiento restaurante de comida rápida, que por poco me hace vomitar. Mi ropa estaba rasgada, quemada y salpicada de baba y sangre de monstruos.

Aunque hasta ahora había conseguido sobrevivir por puro milagro a esas bestias, sabía que tarde o temprano iban a conseguir matarme. Sentía las piernas débiles, y las vendas de mi brazo (que robé de una gasolinera hace unos días) ya estaban manchadas de barro y sangre.

Mi ropa tampoco estaba en mejores condiciones: mi polera estaba rasgada y quemada, y mis leggins están sucios por el lodo y otras sustancias que es mejor no nombrar.

Solo sabía que si no conseguía medicina o ayuda pronto, moriría.

Llegué a la cumbre de la colina y eché un vistazo a los alrededores. En otras circunstancias habría disfrutado de la magnifica vista. A mi izquierda, unas colinas doradas y onduladas avanzaban hacia el interior, salpicadas de lagos, bosques y manadas de vacas. A mi derecha, las llanuras de Berkeley y Oakland se extendían hacia el oeste: un inmenso tablero de damas formado por barrios, con varios millones de habitantes a los que probablemente no les guste que dos monstruos y una mugrienta y demacrada semidiosa les arruinen la mañana.

Más al oeste, la bahía de San Francisco relucía bajo una bruma plateada. Detrás de ella, un muro de niebla había engullido la mayor parte de la ciudad, dejando solo la parte superior de los rascacielos y las torres del Golden Gate, lo que lo hacía parecer una imagen sacada de una película de terror.

Me producía escalofríos, como si algo malo hubiera pasado en ese lugar, a pesar de que no recordaba nada de mi pasado, solo el rostro de un chico.

Lupa, la loba que me entrenó, me prometió que recobraría mi memoria, si es que tenía éxito en mi viaje. Algo muy alentador para una chica que es perseguida por monstruos zombies.

Al mirar la bahía me pregunté si debería intentar cruzarla.

Era muy tentador. Podía sentir el poder del mar más allá del horizonte. El agua siempre me reanimaba, en especial la dulce. Lo descubrí hace dos días, cuando había logrado estrangular a un monstruo marino en el estrecho de Coarquinez (claro que ahí había pura agua de mar). Si conseguía llegar a la bahía estaría a salvo. Tal vez incluso pudiera ahogar a esas gorgonas. Pero la orilla estaba como mínimo a tres kilómetros de distancia. Tendría que cruzar una ciudad entera, hasta entonces ellas me alcanzarían.

Pero eso no era lo único por lo que dudaba. Lupa me había enseñado a agudizar mis sentidos: a confiar en mis instintos, los que me habían guiado hacia el sur. Mi radar de detección zumbaba como unas maracas alocadas. El fin de mi viaje estaba cerca, casi bajo mis pies. Pero ¿cómo era posible? No había nada en la cima de la colina.

El viento cambió, haciendo que logre captar un olor amargo a reptil. Unos cien metros cuesta abajo, algo se agitaba en el bosque: ramas que se partían, hojas que crujían y susurros.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora