El vidente

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Diana

No fue tan difícil encontrar al tal Fineas. Los gritos y la desbrozadora fueron de ayuda. 

Está vez llevamos forros polares ligeros con las provisiones, de modo que nos abrigamos contra la fría lluvia y recorrimos varias manzanas por las calles casi desiertas. No pensaba cometer el mismo error dos veces, por lo que llevé la mayoría de las provisiones en el bolso que me dio Iris.  

Vimos tráfico de bicicletas y a unos cuantos mendigos acurrucados en portales, pero la mayoría de los ciudadanos de Portland parecían estar en sus casas. 

Mientras avanzábamos por Glisan Street, miraba con anhelo a las personas que tomaban cafés y chocolate caliente en las cafeterías. Estaba por proponer que nos paráramos a desayunar cuando escuchamos a un hombre gritando: ¡JA! ¡CHUPENSÉ ESA, ESTÚPIDAS GALLINAS!, seguido de un pequeño motor y muchos graznidos. 

Les lancé una mirada a mis amigos.

—¿Pensamos lo mismo?

—Vamos —dijo Frank empezando a correr en dirección a los gritos. 

La verdad es que yo pensaba en alejarnos del loco y desayunar, pero si es lo que quiere ¿quién soy yo para negárselo? 

Recorrimos la siguiente manzana hasta llegar a un gran estacionamiento abierto con aceras bordeada de árboles e hileras de camiones de venta de comida orientados hacia las calles en los cuatro lados. Ya había visto camiones de comida antes, pero nunca tantos en el mismo sitio. Algunos eran simples cajas metálicas blancas sobre ruedas, con toldos y barras para servir. Otros estaban pintados de azul o de morado, o con dibujos de puntos, provistos de grandes letreros en la parte de delante, coloridos tableros con menús y mesas como los cafés de autoservicio con terraza. Uno anunciaba tacos de fusión coreano-brasileña, un plato que parecía pertenecer a una forma de cocina radiactiva de alto secreto. Otro ofrecía pinchos de sushi. Un tercero vendía sándwiches de helado fritos en abundante aceite. El olor era increíble: docenas de cocinas distintas cocinando al mismo tiempo. 

Mi estómago empezó a rugir. La mayoría de los carritos de comida estaban abiertos, pero apenas había clientes. ¡Podíamos comprar lo que se nos viniera en gana! ¿Sádwiches de helado fritos? Eso sonaba mil veces mejor que el germen de trigo. 

Pero la comida no era la única atracción del lugar. En el centro del aparcamiento, detrás de todos los camiones, un viejo con bata corría de un lado al otro con una desbrozadora, gritando a una bandada de mujeres pájaro que trataban de robar algo de comida que había en una mesa de picnic. 

—Arpías —dijo Hazel—. Lo que significa...

—Es Fineas —aventuró Frank. 

Cruzamos la calle corriendo y nos apretujamos entre el camión de comida coreano-brasileña y un vendedor chino que ofrecía burritos de huevo duro. 

La parte trasera de los camiones no eran ni mucho menos tan apetitosas como las delanteras. Estaban llenas de montones de cubos de plástico, cubos de basura llenos a rebosar e improvisadas cuerdas para tender de las que colgaban delantales y toallas mojadas. El aparcamiento no era más que un cuadrado de asfalto agrietado cubierto de malas hierbas. En medio había una mesa de picnic con montañas de comida de los distintos camiones. 

El hombre de la bata era viejo y gordo. Estaba casi totalmente calvo y tenía cicatrices que le recorrían la frente y un cerco de pelo blanco fibroso. Su bata estaba salpicada de ketchup, y no paraba de andar dando traspiés con unas zapatillas de conejitos rosas cubiertas de pelusa, blandiendo su desbrozadora de gas con intención de atacar a la media docena de arpías que planeaban sobre su mesa de picnic. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora