El escape

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Hazel

La jaula de las amazonas estaba en lo alto de un pasillo de almacenaje, a casi veinte metros en el aire.

Kinzie me hizo subir por tres escaleras de mano distintas hasta una plataforma metálica y luego me ató las manos holgadamente a la espalda y me hizo avanzar a empujones  por delante de unas cajas de joyas. 

Unos diez metros más adelante, bajo la fuente de luz de unos fluorecentes, una hilera de jaulas de tela metálica colgaban de unos cables. Diana y Frank estaban en dos de las jaulas. Diana se mantenía en un rincón con la cabeza entre las rodillas, mientras que Frank la miraba con lástima. A su lado, en la plataforma, tres amazonas se encontraban riendo mientras contemplaban unas pequeñas tablillas negras que sostenían en las manos como si estuvieran leyendo. 

Esas tablillas me parecieron demasiado finas para ser libros. Entonces caí en la cuenta de podían ser una especie de pequeños... ¿cómo lo llamaba la gente moderna...? Ordenadores portátiles. Tal vez una forma de tecnología moderna de las amazonas. La idea me resultaba tan inquietante como la  batalla de carretillas elevadoras de abajo. 

—En marcha —ordenó Kinzie, lo bastante alto como para que  las guardias la oyeran. 

Me empujó por la espalda con su espada. 

Andaba lo más despacio que podía, pero los pensamientos se me agolpaban en la mente. Tenía que idear un plan brillante. Hasta el momento no se me había ocurrido nada. Kinzie se había asegurado de que pudiera romper mis ataduras fácilmente, pero de todas formas estaría desarmada frente a tres guerreras adiestradas, y tenía que actuar antes de que me metieran en una jaula. 

Pasé por delante de un palé de cajas con el rótulo ANILLOS DE TOPACIO DE 24 QUILATES y de otro con la etiqueta PULSERAS DE LA AMISTAD DE PLATA. Un visor electrónico situado junto a las pulseras de la amistad rezaba: "Los clientes que compraron este producto también compraron LÁMPARA SOLAR DE GNOMO DE JARDÍN Y LANZA LLAMEANTE DE LA MUERTE. ¡Compra los tres y ahora un 12%!" 

Me quedé paralizada. Dioses del Olimpo, qué tonta era. 

Plata. Topacio. Concentrando mis sentidos, buscando metales preciosos, y por poco me explotó el cerebro del exceso de información. Estaba al lado de una montaña de joyas de seis pisos de altura. Pero delante de ella, desde el punto en el que se encontraba hasta las guardias, no había más que jaulas. 

—¿Qué pasa? —susurró Kinzie—. ¡No te pares! Van a sospechar. 

—Haz que vengan —murmuré por encima de mi hombro. 

—¿Por qué?

—Por favor. 

Las guardias fruncieron el ceño en dirección a nosotras. 

—¿Qué están mirando? —gritó Kinzie—. Traigo a la tercera prisionera. Vengan por ella. 

La guardia más cercana dejó su tablilla. 

—¿Por qué no andas otros treinta pasitos, Kinzie? 

—Hummm, porque...

—¡Uf! —me caí de rodillas y traté de adoptar mi mejor cara de mareo—. ¡Tengo náuseas! No puedo... andar. Las amazonas me dan... mucho... miedo... 

—Ya estamos —les dijo Kinzie a las guardias—. ¿Van a venir a llevarse a la prisionera o tengo que decirle a la reina Hylla que no están cumpliendo con su deber? 

La guardia más cercana puso los ojos en blanco y se acercó pesadamente. Pensaba que las otras dos guardias también vendrían, pero tendría que ocuparme de eso más tarde. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora