Consejos de Iris

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Frank

Habría preferido ir con mis amigas, aunque eso significara tener que soportar el té verde con germen de trigo. Sin embargo, Iris entrelazó su brazo con el mío y me llevó hasta su mesa de café junto a una ventana salediza. Dejé mi lanza en el suelo. Me senté enfrente de Iris. Afuera, en la oscuridad, los monstruos con forma de serpiente patrullaban incansablemente la ladera, escupiendo fuego y envenenando la hierba.  

—Frank, sé cómo te sientes —dijo Iris—. Me imagino que el palo medio quemado que llevas en el bolsillo te pesa más cada día que pasa. 

No podía respirar. Lleve la mano instintivamente al abrigo. 

—¿Cómo lo...?

—Te lo he dicho. Estoy al tanto de las cosas. Fui mensajera de Juno durante mucho tiempo. Sé por qué te dio un indulto. 

—¿Un indulto?

Saqué el trozo de leña y lo desenvolví de la tela. A pesar de lo difícil de manejar que era la lanza de Marte, el palo era peor. Iris tenía razón. Me pesaba mucho. 

—Juno te salvó por un motivo —dijo la diosa—. Quiere que contribuyas a su plan. Si no hubiera aparecido aquel día cuando eras un bebé y no hubiera advertido a tu madre del palo, habrías muerto. Naciste con demasiados dones. Esa clase de poder acostumbra a consumir la vida de un mortal. 

—¿Demasiados dones? —noté que las orejas se me calentaban de la ira—. ¡Yo no tengo ningún don! 

—Eso no es cierto, Frank —Iris deslizó la mano por delante de ella como si estuviera limpiando un parabrisas. Apareció un arcoíris en miniatura—. Piénsalo. 

Una imagen relució en el arcoíris. Me vi a mí mismo cuando tenía cuatro años, corriendo por el jardín de mi abuela. Mi madre se asomó para llamarme la atención. No debía estar en el jardín solo. No sabía que hacía mi madre en el desván, pero me dijo que me quedara en casa y que no me alejara. Hice exactamente lo contrario. Chillé alegremente y corrí al linde del bosque, donde me encontré cara a cara con un oso pardo. 

Hasta que vi la escena en el arcoíris, el recuerdo había sido tan vago que pensaba que lo había soñado. En ese momento podía apreciar lo surrealista que había sido la experiencia. El oso me contemplaba, y costaba saber cual de los dos estaba más asustado. Entonces mi madre apareció a mi lado. Era imposible que hubiera bajado del desván tan rápido. Se interpuso entre el oso y yo y me dijo que corriera a casa. Esa vez si obedecí. Cuando volví al porche, vi a mi madre saliendo del bosque. El oso había desaparecido. Le pregunté que había pasado. Mi madre sonrió. "Mamá osa solo necesitaba unas señas", dijo. 

La escena del arcoíris cambió. Me vi a los seis años, acurrucado sobre el regazo de mi madre pese a ser demasiado mayor. Mi madre llevaba su largo cabello moreno recogido. Estaba rodeándome con los brazos. Llevaba las gafas sin montura que siempre me gustaba robarle y el jersey de lana gris velloso con olor a canela. Me estaba contando historias de héroes, fingiendo que todos estaban relacionados conmigo: uno de ellos era Xu Fu, que zarpó en busca del elixir de la vida. La imagen del arcoíris no tenía sonido, pero recordaba todas las palabras de mi madre. 

"Él fue tu tataratatara...". 

Cada vez que decía "tatara" me hacía cosquillas en la barriga, y lo hacía docenas de veces, hasta que me reía sin control. 

Luego estaba Sung Guo, también llamado Senea Gracchus, quien luchó contra doce dragones romanos y dieciséis dragones chinos en los desiertos del oeste de china. 

"Era el dragón más fuerte de todos, ¿sabes? —dijo mi madre—. ¡Por eso pudo vencerlos!"

No sabía lo que eso quería decir, pero parecía emocionante. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora