Todo o nada. Vives o mueres.

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Diana

El viejo seguía en el mismo sitio donde lo habíamos dejado, en medio del aparcamiento lleno de camiones de venta de comida. Estaba sentado en su banco de picnic con sus zapatillas de conejitos apoyadas en alto mientras comía un plato grasiento de Kebab. La desbrozadora estaba a su lado. Tenía la bata manchada de salsa barbacoa.

Era asqueroso.

—¡Bienvenidos! —gritó alegremente—. Oigo el aleteo de unas alitas nerviosas. ¿Trajeron a mi arpía? 

—No es suya —dije—. Y sí, está aquí. 

Fineas se chupó la grasa de los dedos. Sus ojos lechosos parecían fijos en un punto situado encima de mi cabeza. 

—Ya veo... Bueno, en realidad estoy ciego, así que no veo nada. Entonces ¿vinieron a matarme? Si es así, les deseó suerte en su misión. 

—Te propongo un juego. 

La boca del anciano se movió nerviosamente. Dejó el kebab y se inclinó hacia mí. 

—Un juego..., que interesante. ¿Información a cambio de la arpía? ¿El ganador se lo lleva todo? 

—Ella no entra en el trato —contesté. 

Fineas se río. 

—¿En serio? Tal vez no comprendas su valor.

—Es una persona —dije—. No está en venta. 

—¡Venga ya! Eres del campamento romano, ¿verdad? Roma se construyó gracias a la esclavitud. No me vengas con esos aires de superioridad. Además, ni siquiera es humana. Es un monstruo. Un espíritu del viento. Una secuaz de Júpiter. 

Apreté mis puños, aguantando las ganas de darle un golpe.

Ella graznó. Meterla en el aparcamiento había sido todo un desafío, pero ahora empezó a retroceder murmurando:

—"Júpiter, Hidrógeno y helio. Sesenta y tres satélites." Sin secuaces. No. 

Hazel rodeó las alas de Ella con el brazo. Parecía ser la única que podía tocarla sin hacer que gritara y se retorciera. 

Frank se quedó a mi lado, como un gigantesco guardaespaldas. Tenía la lanza preparada, como si el anciano pudiera atacarnos, pero la única arma filosa que tenía Fineas era su lengua.

Saqué los frascos de cerámica. 

—Le propongo otra apuesta. Tengo dos frascos de sangre de gorgona. Uno mata. Y el otro cura. Son idénticos. Ni siquiera nosotros sabemos cuál es cuál. Si elige el correcto, podría recuperar la vista. 

Fineas alargó las manos con impaciencia. 

—Déjame tocarlos. Déjame olerlos. 

—No tan rápido —dije—. Primero tiene que aceptar las condiciones. 

—Condiciones... —Fineas respiraba entrecortadamente, ansioso por aceptar la oferta—. Profecía y vista... Sería imparable. Podría ser el dueño de esta ciudad. Me construiría un palacio aquí, rodeado de camiones de comida. ¡Podría atrapar a esa arpía yo mismo! 

—N-nooo —dijo Ella con nerviosismo—. No, no, no. 

Nunca creí que una risa podría sonar malvada en alguien que tiene zapatillas de conejo rosa, pero Fineas me sorprendió. 

—Muy bien, semidiosa. ¿Cuáles son tus condiciones?

—Elegirá un frasco —dije— No podrá destaparlo ni olerlo antes de decidirse. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora