Tenemos un plan

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Frank

No recordaba mucho del funeral. De lo que sí me acuerdo es de las horas previas, cuando mi abuela salió al jardín y me había encontrado disparando flechas a su colección de porcelana.

La casa de la abuela era una laberintica mansión de piedra gris de casi cinco hectáreas en North Vancouver. Su jardín trasero llegaba hasta el parque de Lynn Canyon.

Era una mañana fresca y lloviznosa, pero no sentía el frío. Llevaba un traje de lana y un abrigo, ambos negros, que le habían pertenecido a mi abuelo. Me sorprendió e impresionó que me quedaran bien. La ropa olía a bolas de naftalina húmeda y jazmín. La tela picaba pero abrigaba. Con el arco y el carcaj, debía de parecer un mayordomo muy peligroso.

Había cargado la porcelana de la abuela en un carrito y la había llevado al jardín, donde había colocado los blancos sobre los viejos postes de la cerca situados en el límite de la finca. Había estado disparado tanto tiempo que los dedos me empezaron a entumecer. Con cada flecha que disparaba, imaginaba que eliminaría mis problemas.

Francotiradores en Afganistán. "Zas" Una tetera estalló con una flecha por la mitad.

La medalla al sacrificio, un disco de plata con una cinta roja y negra concedida por la muerte en el cumplimiento del deber, que me entregaron como si fuera algo importante, como si eso lo arreglara todo." Paf." Una taza de té fue a parar al bosque dando vueltas.

El oficial que vino a decirme: "Tu madre es una heroína. La capitana Emily Zhang. Lo soportarás, Fai".

Nadie me llamaba Fai. Solo mi abuela.

"¿Qué clase de nombre es Frank? —me regañaba—. Ese no es un nombre chino."

Quería responderle que yo no era chino, pero nunca me atrevía a decirlo. Mi madre me había dicho hace años: "No discutas con la abuela. Eso solo la hará sufrir más". Ella tenía razón. Y ahora no tenía a nadie más que a mí abuela.

"Pam." Una cuarta flecha impactó en el poste de la cerca y se clavo en él, vibrando.

—Fai —me llamó mi abuela.

Al voltear, vi que sujetaba con fuerza un cofre de caoba del tamaño de una caja de zapatos que nunca había visto. Con su vestido negro de cuello alto y su severo moño de cabello gris, parecía una maestra de escuela del siglo XIX.

Mi abuela contempló la carnicería: la porcelana en el carrito, los fragmentos de sus juegos de té favoritos esparcidos por el césped, mis flechas sobresaliendo del suelo, los árboles, los postes de la cerca y una flecha en la cabeza de un sonriente gnomo de jardín.

Pensé que se pondría a gritar o que me lanzaría la caja a la cabeza. Nunca había hecho algo tan grave. Nunca me había sentido tan furioso.

La cara de mi abuela rebosaba de amargura y desaprobación. No se parecía en nada a mi madre. Me preguntaba cómo es que ella había salido tan simpática, siempre risueña y amable. No podía imaginar a mi madre creciendo con mi abuela como tampoco me la podía imaginar en el campo de batalla, aunque probablemente ambas situaciones no eran tan diferentes.

Esperaba que mi abuela estallara. Tal vez me encerraría y ya no tendría que ir al funeral. Quería hacerle daño por tratarme mal todo el tiempo, por dejar que mi madre fuera a la guerra, por regañarme para que lo superara. Lo único que a ella le importaba era su estúpida colección.

—Deja ese ridículo comportamiento —me dijo. No parecía muy irritada—. Es indigno de ti.

Pará mí asombro, apartó de una patada una de sus tasas de té favoritas.

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora