Mi Secreto

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Hazel

—¡Hazel! —Diana me sacudía llena de pánico—. ¡Por favor! ¡Despierta! 

Abrí los ojos. El cielo nocturno brillaba lleno de estrellas. El bote ya no se balanceaba. Estaba tumbada en tierra firme, con mi espada y mi mochila al lado. 

Cuando me incorporé estaba atontada y todo me daba vueltas. Nos encontrábamos en un acantilado que daba a una playa. A unos treinta metros, el mar  relucía a la luz de la luna. Las olas batían suavemente contra la popa del bote varado. A mi derecha, arrimado al borde del acantilado, había un edificio que parecía una pequeña iglesia con un reflector en el chapitel. Un faro, supuse. Detrás de nosotras, unos campos de hierba alta susurraban al viento. 

—¡Gracias al cielo, despertaste! —se lanzó hacia mí, y me envolvió en un apretado abrazo que casi me deja sin aire.

Cuando me soltó me atreví a preguntar.

—¿Dónde estamos?

Diana espiró. Sus manos estaban temblando. 

—Estamos en Mendocino, a unos doscientos cincuenta Kilómetros del Golden Gate. 

—¿Doscientos cincuenta kilómetros? —repetí gimiendo—. ¿He estado inconsciente tanto tiempo?

Frank se arrodilló a mi lado. Posó la mano en mi frente como si estuviera comprobando si tenía fiebre. 

—Sin importar lo que hiciéramos no podíamos despertarte. Al final decidimos traerte a tierra. Pensamos que quizá haya sido por el mareo.

—No fue por un mareo. 

Respiré hondo. No podía seguir ocultándoles la verdad. Me acordé de lo que dijo Nico: "Si tienes una regresión como esa en pleno combate...".

—Tengo... tengo que ser sincera con vosotros —dije—. Lo que me ha pasado ha sido un desmayo. Los sufro de vez en cuando. 

—¿Desmayos? —Frank tomó mi mano, un gesto que me sorprendió... aunque agradable—. ¿Es un problema de salud? ¿Cómo es que no me di cuenta antes? 

—Intento ocultarlo —reconocí—. Hasta ahora he tenido suerte, pero están empeorando. No es un problema de salud... en realidad no. Nico dice que es un efecto secundario de mi pasado, del lugar donde me encontró. 

Los intensos ojos bronce de Diana eran difíciles de descifrar. No sabía si estaba preocupada o recelosa. 

—¿En dónde te encontró? —preguntó. 

Sentía mi lengua como un trapo. Tenía miedo de que si empezaba a hablar, sufriera otra regresión al pasado, si me quedaba como un tronco cuando más me necesitarán... No soportaba la idea. 

—Se los voy a explicar —prometí. Rebusque en mi mochila. Había cometido la estupidez de no llevar alguna botella de agua—. ¿Hay... hay algo de beber? 

Diana soltó una maldición en griego:

—Dejamos todo en el bote. Tranquila, voy y vuelvo rápido —dijo mientras se levantaba y se ponía la mochila en el hombro—. Estén alertas. Hay algo malo en este lugar.

—La mantendré a salvo —. Prometió Frank.

—Yo creía que ella era quien te cuidaba a tí —le respondió Diana, con una sonrisa traviesa. Después salió corriendo hacia el bote.

Cuando nos quedamos solos, Frank pareció darse cuenta de que seguía tomando mi mano. Se aclaró la garganta y me soltó.

—Yo, esto... Creo que sé a qué se deben tus desmayos —dijo—. Y de dónde vienes.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿De verdad?

—Eres muy diferente a las otras chicas que he conocido —Frank parpadeo y acto seguido continuó atropelladamente—. No diferente en el mal sentido. Es por cómo hablas. Las cosas que te sorprenden, como canciones o programas de televisión, o la jerga que usa la gente. Hablas de la vida como si la hubieras vivido hace mucho tiempo. Naciste en otra época, ¿verdad? Vienes del inframundo.

Me entraron ganas de llorar, no por tristeza, sino por el alivio de oír a alguien decir la verdad. Frank no se mostraba asqueado ni asustado. No le miraba como si fuera un fantasma o un horrible zombi.

—Frank, yo...

—Ya lo solucionaremos —prometió él—. Estás viva. Y te vamos a mantener así. 

La hierba susurraba entre nosotros. Me picaban los ojos con el viento frío.

—No merezco un amigo como tú —dije—. No sabes lo que soy... lo que he hecho.

—Basta —Frank me lanzó una mirada ceñuda—. ¡Eres genial! Además, no eres la única que tiene secretos. 

Lo miré fijamente.. 

—¿De verdad?

Frank se disponía a decir algo, pero se puso tenso. 

—¿Qué? —pregunté. 

—El viento paro. 

Miré a mi alrededor y reparé en que él tenía razón. El aire se había quedado totalmente inmóvil. 

—¿Entonces? —pregunté. 

Frank tragó saliva. 

—Entonces ¿por qué se sigue moviendo la hierba?

Con el rabillo del ojo, vi unas formas moviéndose a través del campo.

—¡Hazel! 

Frank trató de agarrarme los brazos, pero era demasiado tarde. 

Algo me golpeó hacia atrás. Entonces una fuerza como un huracán de hierba me envolvió y arrastró hacia los campos. 




La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora