༺¿Ningún cambio?༻
Las tierras han cambiado, los recursos escaseaban. Era justo, habían pasado más de dos siglos y su tiempo en aquellas tierras agonizaba. Más allá del Muro, el invierno nunca se iba; por lo tanto, él no recordaba otra cosa que no fuera nieve o hielo.
Los paisajes estaban envueltos en un manto blanco y plateado, donde los árboles desnudos se alzaban como espectros contra el cielo plomizo. La nieve crujía bajo los cascos de su caballo con cada paso, y el aire frío le llenaba los pulmones con una frescura que solo los bosques invernales podían ofrecer.
El hombre cuya figura esbelta y fornida estaba marcada por los años de experiencia y sabiduría, se movía con la confianza de quien conoce cada recoveco de su entorno como la palma de su mano. Observó la bastedad grisácea que amenazaba con mas nieve y que se extendía sobre él. Sus mejillas y nariz estaban ligeramente enrojecidas por la brisa gélida que lo abrazaba, un reflejo del frío persistente que acompañaba cada aliento que exhalaba. Su cabello estaba ahora teñido de blanco puro por la nevada reciente. Sin embargo, él no se inmutó. Geralt apenas sentía el frío.
Sus sentidos agudizados por los años y la práctica, capturaban cada detalle del paisaje a su alrededor. Podía percibir el crujir de las ramas bajo el peso de la nieve, el suave murmullo del viento entre los árboles y el lejano aullido de lobos en la distancia.Con paso seguro, su corcel avanzaba entre los árboles desnudos, su mirada escrutadora explorando cada rincón del bosque que había sido su hogar durante más tiempo del que muchos podrían recordar. Conocía cada arroyo, cada cueva y cada sendero oculto, y podía recorrer el bosque sin siquiera necesitar verlo, dejando que sus instintos y recuerdos lo guiaran. Incluso reconocía aquella estrella que siempre lo observaba, aquella que brillaba por encima de la montaña mas alta allá en el Norte, fuera día o noche.
Geralt la observó con reverencia, pensando en aquella mujer a la cual había jurado su espada y su vida, así como también su corazón. La estrella brilló con una intensidad que desafiaba la claridad que la rodeaba, una luz guía en el vasto y helado páramo que era su hogar.
Recordó el día en el que le juró su corazón. Ragnar Nidhögg, el padre de Eir, había acogido a Geralt de bebé, convirtiéndolo en el bastardo del rey al que a sus cortos ocho años había enviado al otro lado del Mar Angosto para entrenarse con los asesinos más famosos de Braavos. Desde el momento que Eir pisó el gremio en la Casa de Blanco y Negro, Geralt supo que estaba destinado a servirla. Ella siempre fue más que una reina para él. Juró lealtad a Eir en aquel instante, comprometiéndose a no solo amar los colores de invierno en aquellos ojos tan azules como los de nadie, sino también unas hebras del color violeta de su parte Targaryen. Aquellas hebras lilas que nadie, jamás, logro descubrir. Así también como la dulce melodía que ella emitía cada que la hacia reír.
Ahora, el silbido del viento era el único sonido que llegaba a sus oídos, un sonido que había sido su compañero constante a lo largo de los años.
Su mirada cayó cuando escucho movimiento a su izquierda. Un arbusto se sacudía, indicando que algo había pasado por o cerca de él. Geralt miro el suelo, sus ojos de oro brillaron al observar las huellas frescas de un ciervo.
ESTÁS LEYENDO
¹Reyes del Norte•GOT
FantasíaLa casa Nidhögg es una estirpe tan antigua como los mismos hijos del bosque. Estos primeros hombres, cuyos nombres resuenan en las leyendas susurradas por las nanas durante las noches de insomnio, libraron una eterna batalla contra los amos de drago...